Otra vez, se levantan voces planteando la reforma de la Constitución de 1916, con el remanido y tonto argumento de que otras provincias las han reformado desde 1983. La diferencia con intentos anteriores es que el Partido Demócrata, que impidió en estos años los intentos reeleccionistas, ahora está debilitado y casi sin presencia legislativa, facilitando así posibles tropelías.
Las constituciones tienen una finalidad bien clara: acotar el poder de los gobernantes sobre los derechos individuales, asegurar la libertad de las personas. No garantizan buenos gobiernos pero son una valla para los malos gobiernos.
En el siglo pasado, algunos, de la República de Weimar en adelante, propusieron textos que garantizaban el Paraíso en la Tierra, sin embargo, empezando por ese texto alemán y siguiendo por las constituciones de los países africanos redactadas por especialista europeos con jugosos honorarios- no impidieron gobiernos totalitarios, corruptos, tribales o de clanes.
Las reformas provinciales se dieron en provincias que no son ningún ejemplo de civismo. Por el contrario, como en el empobrecido Norte argentino o en la sureña Santa Cruz, sólo sirvieron para el nepotismo y la entronización y perduración de dinastías feudales y corruptas, impidiendo las alternancias, imprescindibles, pues como dijera Bernard Shaw, “Los pañales y los políticos hay que cambiarlos seguido”.
La Constitución de Mendoza posibilita las reformas por la Legislatura y el consenso ciudadano. Algunas se imponen como prioritarias, como es terminar con las oligarquías municipales y su clientela financiada con el sudor de los esquilmados productores mendocinos, para esto hay que prohibir las reelecciones y la sucesión entre familiares estableciendo las mismas restricciones que existen para los integrantes del Ejecutivo provincial.
Otros temas, como los ambientales o la igualdad de géneros, están vigentes desde el momento que los establece la Constitución Nacional.
Los entresijos de la política, que sólo piensa en sus intereses como clase oligárquica, no interesan a una ciudadanía preocupada por problemas reales y concretos y que no resolverán una reforma de la Constitución.
Mendoza ha estado en los últimos años subgobernada, abandonando todo proyecto de grandeza y limitándose a someterse a los caprichos e histerias de un gobierno nacional que degradó las instituciones, postergó el desarrollo, nos aisló del mundo y que aborrecía la tradición institucional de esta provincia.
No son por la Constitución las crisis de los sectores productivos de la provincia.
No es culpa de la Constitución provincial que se hayan derrumbado las exportaciones mendocinas afectando salarios y fuentes de empleo.
No es culpa de la Constitución los problemas de seguridad ciudadana y el auge del narcotráfico.
No es culpa de la Constitución el deterioro de las infraestructuras como la red vial, que fue un orgullo mendocino.
No es culpa de la Constitución la obsolescencia de la red de riego, que convirtió un desierto en un emporio productivo.
No es culpa de la Constitución el crecimiento del empleo estatal provincial y municipal, que no es sólo tema del que no trabaja y cobra sino del que llena todos los días las oficinas públicas sin tarea útil a desarrollar, como lo observa todo ciudadano contribuyente cuando concurre a una municipalidad o dependencia provincial.
No es culpa de la Constitución que los sectores que producen la riqueza tengan que soportar una industria del juicio laboral que incrementa los costos y afecta el empleo.
No es culpa de la Constitución sino de las oligarquías gobernantes del último período que en la Suprema Corte de Justicia hayan asumido, como jueces, personajes controvertidos.
No es culpa de la Constitución que la política, la tarea más noble que puede encarar un hombre o una mujer, se haya convertido en carrera para obsecuentes, o una forma de ganarse la vida o, lo que es peor, enriquecerse, saqueando los dineros públicos o poniéndose al servicio de intereses privados, en desmedro del interés general.
Dejen la Constitución en paz, Mendoza requiere, necesita, recuperar el sentido de grandeza que tuvieron los pioneros que la hicieron prosperar, de la dirigencia que pensó en grande y recordar siempre que el sillón del gobernador no es, como en otras provincias, el de un caudillo bárbaro sino el de San Martín, el más notable de los argentinos por su amplitud de miras, su austeridad, su coraje y patriotismo.
*Por Roberto Azaretto - Ensayista. Integrante de la Academia Argentina de Historia.