La catástrofe del incremento del gasto público en los tres niveles del Estado -nación, provincias y municipios- es de tal magnitud que no parece que pueda ser resuelta con acciones graduales y paños fríos. Cualquier dato que se tome resulta casi extravagante. La información sobre designaciones de parientes y amigos realizadas en los últimos meses simplemente ofende la dignidad de los ciudadanos decentes. De la lectura de los números del Presupuesto nacional se infiere que los gastos ascienden a billones de pesos. Esta cifra implica un número seguido de doce ceros. Todo esto ha ocurrido bajo la era kirchnerista en el orden nacional y los últimos tres gobiernos constitucionales en Mendoza.
Cabe preguntarse si ese descomunal aumento del gasto público se ha reflejado en mayor cantidad y calidad de los bienes públicos, en una mejor prestación de los servicios básicos del Estado. A lo largo y ancho del país se escucha una respuesta contundente y no sólo es “no”, sino que hay un enorme retroceso con respecto a épocas anteriores.
La situación en materia de seguridad se torna cada días más desesperante. Ni siquiera hay estadísticas confiables, o simplemente alguna estadística.
En materia de salud la situación es igual o peor. Hoy estamos -reconocido por los funcionarios- con una epidemia de dengue. Los funcionarios manifiestan: “Ya no contamos los casos”. Esos mosquitos ahora amenazan con una nueva y más grave epidemia: el zika. Las aguas estancadas y podridas donde proliferan estos mosquitos no hay que buscarlas en los barrios pobres y marginales: están en pleno centro de la Ciudad de Mendoza.
Hay brillantes y poderosas camionetas con la leyenda de “saneamiento ambiental”, pero la podredumbre sigue en las acequias. Como suelen decir las personas de más edad y experiencia, “estamos a la buena de Dios”.
De la calidad de la educación no hace falta hablar. La realidad es penosa y está a la vista.
El país se ha quedado sin Fuerzas Armadas; existe una burocracia de uniformes; la Marina no tiene barcos para navegar; la Aeronáutica no tiene aviones ni siquiera para entrenar a sus aviadores; son pilotos “virtuales”.
Podríamos preguntarnos si el descomunal aumento del gasto fue destinado a inversiones en infraestructura, caminos, ferrocarriles, puertos, mejoramiento de las vías navegables, comunicaciones, hospitales, escuelas. Nada de eso hay. El gasto público es sólo para sueldos, privilegios y una monumental corrupción. Quienes dispusieron del mismo actuaron del mismo modo que (lo hicieron y lo hacen) los ejércitos de ocupación, mientras que los despojados son esa porción de la población cada vez más pequeña, que trabaja duramente bajo el yugo de un Estado saqueador.
Pero además del desaforado incremento del gasto público ha venido la mayor presión fiscal de la historia, tanto a nivel nacional, provincial como municipal. Como es imposible financiarlo con recursos genuinos, se ha recurrido -con una irresponsabilidad que merecería juicios políticos y penales- a la emisión monetaria. El país está tapizado con billetes que cada día valen menos. La inflación es la consecuencia directa de la emisión de dinero para pagar la dilapidación del gasto público. Por supuesto que ese gasto va a determinados bolsillos, no se evapora. Hay demasiada gente -sean empleados, contratistas del Estado o empresarios privados- que reciben subsidios y otras prebendas, a quienes no les molesta el gasto sino que les viene muy bien. Son ellos los que “fogonean” el incremento del gasto.
En síntesis, la reducción drástica del gasto público es imperativo económico para resolver los demás problemas que derivan de él, pero también es un imperativo moral que el nuevo gobierno identifique a quienes se enriquecieron con él.