Puede parecer banal y hay quienes tratan de olvidarlo: ahora la Argentina es un país pobre, un país que tiene más del 40 por ciento de su población bajo la línea de pobreza. Dos de cada cinco argentinos son pobres; tres de cada cinco chicos argentinos son pobres; uno de cada diez argentinos pasa hambre. Más allá de dimes y diretes, idas y venidas, tales y cuales, pactos y pactitos, eso es lo que define.
Por esa pobreza Mauricio Macri perdió las elecciones. El día que asumió, hace exactamente cuatro años, prometió “pobreza cero” y pidió que lo juzgaran por cuánto reducía la cantidad de pobres. El balance es preciso: hoy hay casi cinco millones más que entonces. Semejante catástrofe social pudo producir cualquier efecto. En un continente en llamas, es casi milagroso que uno de sus países más inflamables no se haya incendiado. Lo salvó, supongamos, la combinación de dos elementos: un nivel de desazón y desesperanza extremo, que hizo que tantos creyeran que no había salida cercana, por un lado. Y por otro unas elecciones que permitían enfocar las escasísimas expectativas en una dirección precisa, que para eso finalmente sirven estos actos.
Por esa pobreza una opción política que hace cuatro años parecía terminada, que desde 2013 venía perdiendo elección tras elección, que sufrió el juicio y la condena de algunos de sus dirigentes por corruptelas varias, volverá a gobernar. O quizá no: ese es, ahora, un punto en debate.
Porque, por esa pobreza, millones votaron a un raro rejunte de figuras políticas que hace unos meses estaban todas peleadas entre sí -y se decían cosas horribles- y que ahora se aliaron para hacer aquello que los peronistas hacen como nadie: conseguir poder. Por esa pobreza un abogado porteño sesentón, que acaba de contar en una entrevista que en abril su mayor aspiración política era ser embajador en España -“para descansar” y “dejar lugar a los más jóvenes”-, fue nombrado candidato a presidente por su vicepresidenta y ahora tiene unos meses para mostrar qué tiene.
Alberto Fernández es un peronista clásico: uno que trata de quedar bien con todos los que puede, que intenta integrar a cuantos más mejor. Comparado con la rispidez de los discursos kirchneristas, su tolerancia y amabilidad funcionaron como un bálsamo, y así consiguió navegar con cierta calma la transición hacia su presidencia. Pero ya no será suficiente; es fácil decirle a cada uno lo que espera oír; es mucho más complicado contentar a todos cuando hay que definir qué se hace y qué no.
Por la pobreza, entonces, por la crisis, el nuevo gobierno empieza con tres necesidades principales: devolver cierta esperanza a los que la perdieron, conseguir pronto algunos resultados económicos y sociales y mantener la unidad de un frente interno muy complicado.
Sobre el frente interno se escribe sin parar: cada movimiento de cada Fernández -Alberto y Cristina- se lee, se relee, se interpreta con una meticulosidad digna de los divanes que supieron asolar Buenos Aires. Parece que es el aspecto que más atrae a los analistas políticos habituales; no parece ser el aspecto que más influirá en la vida de esos millones de argentinos en problemas. Los Fernández y los suyos se pelearán, se disputarán lugares, cada cual ganará y perderá espacios y poderes y es probable que esas pequeñas victorias y derrotas no cambien gran cosa de las grandes cosas.
(Si alguien todavía quisiera entender -¿por qué querría?- el sistema discursivo del kirchnerismo, la construcción de su identidad política, le alcanzaría con escuchar extractos de esta deposición de la nueva vicepresidenta, la semana pasada en uno de sus juicios. Ante el tribunal, Cristina Fernández, iracunda, desdeñosa, repite con creces una frase célebre de la izquierda latinoamericana: allí donde Fidel Castro decía “la historia me absolverá”, ella dice “a mí me absolvió la historia”. Pero, sobre todo, allí donde Castro la usaba para justificar su alzamiento en armas contra una tiranía, Fernández la usa para explicar el desvío de ciertos fondos del Estado. Las palabras se parecen, los hechos ni un poco, y ahí está la clave).
Pero en esas peleas de palacio no se decidirá el rumbo económico y social de la Argentina próxima, lo que realmente importa: esos resultados que urge conseguir para sofocar posibles fuegos. Junto con la pobreza, otro efecto del gobierno Macri fue la constitución de una deuda externa desmesurada -solo el año próximo vencen más de 60.000 millones de dólares- que el país debe encarar de algún modo. “No hay pagos de deuda que se puedan sostener si el país no crece. Para poder pagar hay que crecer primero”, acaba de decir Fernández en su investidura, confirmando la hipótesis dominante: que piensa pagar pero no sabe cuándo, y eso es lo que le va a ofrecer al Fondo Monetario Internacional.
Antes que nada, el nuevo gobierno necesita recuperar la actividad económica. La crisis actual es despiadada. Algunas cifras permiten atisbarla. Unas son macro: el Producto Bruto Interno argentino bajó, en los dos últimos años, 11 por ciento, y la inflación de este año superará el 50; otra, muy micro: en 2019 se publicó un 45 por ciento menos de libros que en 2016. Y otra, más decisiva: el consumo de alimentos bajó un 15,1 por ciento. No hay dinero, no hay actividad, la necesidad aumenta.
Por eso el nuevo gobierno anuncia medidas para “poner plata en el bolsillo a los sectores más golpeados”. Se trata de reactivar el consumo con pequeños aumentos de las pensiones y los sueldos bajos para aliviar a los más apretados, dar sensación de que la crisis pasa y conseguir que la economía vuelva a funcionar. El problema, como siempre en la Argentina, es cómo lograrlo sin disparar la inflación. El nuevo gobierno dice que sabe cómo hacerlo; todos los anteriores también lo decían.
Queda entonces, mientras tanto, el tercer punto: la administración de la esperanza. El nuevo presidente ha demostrado, por ahora, ser bueno para eso: su oratoria funciona. Los hechos, queda dicho, se le complican más. Un ejemplo reciente: aunque habla mucho de igualdad de género, su nuevo gabinete, con 17 ministros y 4 ministras, no la cumple ni un poco; se parece bastante al viejo patriarcado peronista.
Pero, como suele pasar con los nuevos gobiernos, una buena parte de los argentinos está dispuesta a esperar que les mejore las vidas. En este, por peronista, confían más los que más necesitan. Al peronismo siempre le resultó más fácil aplacar a los más urgidos: para eso sirvió, históricamente, desde sus principios. Sindicatos y barriadas le toleran más que a ningún otro. Pero esta vez la mayoría de las organizaciones que suelen ocupar las calles de las ciudades argentinas ya dijeron que su tolerancia con este gobierno será breve.
La cuestión es -sigue siendo- esa pobreza: dos de cada cinco argentinos, la urgencia más brutal, y los millones de personas que no comen lo que necesitan. Por eso el nuevo presidente habló mucho de esa necesidad: “Sin pan no hay presente ni futuro [… ]; sin pan no hay democracia ni libertad”, dijo, y que la primera reunión de su gobierno tratará el lanzamiento de una gran campaña contra el hambre. Todo consiste en que ese plan consiga dejar atrás el asistencialismo clientelar y humillante que suele acompañar, en la Argentina, a estas iniciativas: que no vuelva a repartir limosnas.
Empieza un tiempo diferente; es una incógnita. El crédito del gobierno de los Fernández es limitado. Si no lo usan rápido y bien, la Argentina, un país pobre, puede dejar, más temprano que tarde, de mirar la hoguera sudaca desde afuera. (The New York Times. 2019).
Martín Caparrós (@martin_caparros) es periodista y novelista. Su libro más reciente es la novela Todo por la patria. Nació en Buenos Aires, vive en Madrid y es profesor at-large en Cornell y colaborador regular de The New York Times.