El Proyecto Nacional presentado por Perón al Congreso en 1974, que significaba una actualización doctrinaria y un plan para diseñar la Nación a largo plazo, fue su legado histórico; con su fallecimiento pasó a dormir el sueño de los justos, archivado por los propios justicialistas.
Muerto el general Perón, asumió el cargo presidencial su viuda. Una corte de adulones y mediocres rodeó prontamente a la presidente, contribuyendo al aislamiento del gobierno y al aumento del mundo irreal en que se movía la mandataria. Se deshizo el frente político que había llevado al gobierno al viejo líder, el diálogo político con otras formaciones casi desapareció y el partido Justicialista intentó gobernar en soledad.
El característico verticalismo que impide cualquier forma de expresión de un pensamiento autónomo y sólo se limita a seguir lo que ordena o piensa el jefe (o la jefa), se impuso en la lucha interna de los jirones del peronismo.
Frente a los claros indicios de malestar e insubordinación de las Fuerzas Armadas ante la crisis y la violencia que se generalizaban, ese verticalismo rechazó la posibilidad de hacer juicio político a María E. Martínez de Perón, designar al senador Dr. Ítalo Luder para completar el mandato y encarrilar al país sin apartarlo de la vía institucional y democrática.
El propio Luder se negó a seguir ese camino invocando que le debía lealtad a la presidente. Si en la concepción populista el líder es el pueblo, ser “desleal” al jefe, sería ¡¡traicionar a la Nación!! Gran contradicción en quienes, siguiendo al fundador del movimiento, proclaman “Primero la Patria, después el Movimiento y por último los hombres”. El hecho concreto es que el Partido Militar no tuvo obstáculos de ninguna clase para tomar el poder el 24 de marzo de 1976.
Si bien no es posible hacer historia contrafáctica, sí podemos decir que una correcta defensa de la institucionalidad por parte del justicialismo gobernante, hubiera sido un sano intento de modificar el escenario político y militar.
En tal caso, probablemente, el país no habría vivido la tragedia del período 1976-1983, al menos en la magnitud que alcanzó. Además, si de todos modos se hubiera producido el asalto al poder, no dudemos de que se habría acotado la legitimidad con que buena parte, si no la mayoría, de la población recibió el golpe que prometía ordenar la economía y terminar con la violencia, aunque fuera, como fue, con la paz de los cementerios.
Al aproximarse la restauración de los gobiernos constitucionales (1983), el justicialismo llevó como bandera la amnistía para todos los crímenes producidos por la represión ilegal y por los grupos guerrilleros. Perdió las elecciones.
La triunfante UCR abrió las puertas a la perdida convivencia democrática proponiendo un aprendizaje de la misma tras más de medio siglo de inestabilidad política, autoritarismo, golpes militares, elecciones fraudulentas y violencia.
La aplicación de la justicia en el marco de un Estado de Derecho pleno pareció un buen comienzo para desterrar para siempre la toma por la fuerza del poder estatal y la violación a los derechos humanos. Fue una política audaz y valiente del presidente Alfonsín frente a un poder militar que estaba intacto a pesar de la derrota de Malvinas.
Los dirigentes del justicialismo tuvieron conductas erráticas, incoherentes y contradictorias. El sindicalismo, por caso, hizo trece paros generales por motivos varios, la mayoría de los cuales eran nimios e injustificables si se los compara con la actual inacción de las centrales sindicales oficialistas frente a los graves problemas que padecen los trabajadores.
Los sectores políticos, en cambio, colaboraron críticamente con la gobernabilidad y prestaron un inestimable apoyo al gobierno radical y al sistema democrático al cerrar filas contra las desestabilizaciones provocadas por sectores de las Fuerzas Armadas.
La denominada Renovación Peronista, encabezada por Antonio Cafiero, se presentó como un intento de adecuación doctrinaria y operativa del justicialismo para sacarlo de su primitivismo político e insertarlo en el sistema republicano de gobierno y en la democracia.
Con la Renovación, fue la primera y única vez en su historia que el justicialismo tuvo una verdadera elección interna presidencial resuelta democráticamente, frente a las eternas “listas de unidad” a las que siempre apelan sus dirigentes, y que no son otra cosa que burdos arreglos de cúpula para el reparto de cargos.
Esa oportunidad se dilapidó y el caudillismo resurgió, encabezado por Carlos Menem, con el que pronto se alinearon los presuntos “renovadores”, que lo reconocieron como el nuevo líder.
Menem llegó a la presidencia con un discurso nacional y popular que cambió una vez electo, días antes de asumir, en una prueba evidente del pragmatismo y carencia absoluta de principios éticos y morales, característicos de las formaciones políticas sin sustento ideológico o, siquiera, doctrinario.
Es con Menem y su reforma educativa cuando comienza a caer abruptamente la calidad de la educación y hoy tenemos analfabetos funcionales hasta en la universidad.
La modernización de la infraestructura y los servicios públicos imprescindibles se hizo en un contexto de amplia corrupción entre funcionarios y empresarios, avalada pasivamente por la población que lo reeligió, premiando así la ficticia “estabilidad de precios” construida a base de un desempleo y un endeudamiento externo feroces, hasta que el esquema estalló tras el mantenimiento de esa política por el inoperante y timorato gobierno de De la Rúa.
Este gobierno estuvo integrado por un “ala progresista” que hoy forma parte del kirchnerismo y cumple la función de armar el relato épico, entre otras cuestiones, sobre juicio y castigo a los represores de la dictadura, relato que convalida el justicialismo.
Es el mismo justicialismo que proponía dar validez a la autoamnistía dictada por los militares en setiembre de 1983 (Ley 22.924) y el que aceptó sin chistar el indulto a las juntas militares y a los jefes guerrilleros dictada por el presidente Menem.
También el que aplaudió en el Congreso la entrega a precio vil de todas las empresas del Estado y la infraestructura del país a capitales mayoritariamente trasnacionales apelando, incluso, a poner diputados truchos para que votaran.
Prestó su acuerdo entusiasta, asimismo, a las “relaciones carnales” con EEUU y a la participación argentina en la Guerra del Golfo, un conflicto enteramente ajeno a nuestro país, cuyas consecuencias, probablemente, se hayan visto reflejadas en los atentados contra la embajada de Israel y contra la AMIA.