Existe una y tan solo una receta para la longevidad política: un pendular continuo entre estrategia de diferenciación y adaptación.
No se puede sobrevivir en política practicando una pura adaptación, porque lleva a la disolución, ni una constante diferenciación, que conduce al aislamiento seguido de extinción.
Esto se aplica tanto a los grandes imperios como a los liderazgos personales.
El peronismo ha practicado este movimiento pendular a lo largo de su historia.
Con desigual fortuna.
Fases de diferenciación fueron la primera presidencia de Perón, la Resistencia, la abstención en la década del 60, la lucha armada y la Renovación de los 80.
Entre las fases de adaptación cabe señalar el proyecto del “peronismo sin Perón” en los años 60, el propósito del Perón de 1973 de constituirse en el punto de unión de los argentinos (después de espolear la violencia entre ellos) y el Menemismo.
En general, por las características propias del ejercicio del poder, los momentos de adaptación coinciden, se dan cuando se es gobierno, mientras que los de diferenciación coinciden con los de oposición o exclusión.
No siempre fue así: veremos hasta qué punto las excepciones resultan relevantes.
Después de la desaparición de Perón las derrotas se resolvieron con una muerte ritual: el sacrificio de los líderes del fracaso y la exhibición de chivos expiatorios como inicio de la ceremonia de la renovación, que permitía la emergencia de un nuevo liderazgo.
Esto no tenía por qué ser violento ni traumático: se agradecía a los derrotados los servicios prestados y se los acompañaba hasta la puerta de salida del movimiento. Pasó con Luder-Bittel-Herminio, con Menem y con Duhalde.
El gobierno de Néstor Kirchner fue un claro episodio de adaptación. Kirchner entendió que los tiempos apuntaban a la recuperación de la centralidad del Estado como factor económico y se apropió de determinados discursos que le garantizaron la simpatía de los medios y la opinión pública dominante.
El gobierno de Cristina, por el contrario, fue un extraño caso de diferenciación desde el poder. Como nunca antes en su historia se intentó la reconstrucción del peronismo clásico, su fase fundacional, en una exacerbación desorbitada de la mística del retorno (¡Volveremos!).
Lo más patético de este proyecto fue su completo anacronismo: una revivificación monstruosa del peronismo de la década de 40, operada por no-peronistas, que hizo atrasar décadas al país.
Nunca el peronismo fue más antiperonista que entonces, porque enervó sus capacidades de adaptación. Ni siquiera en tiempos de Menem. Así empezó a minar sus bases políticas, culturales y sociales de sustentación.
El espectáculo de la Plaza de Mayo repleta en la noche de la despedida de Cristina sumió a la castigada dirigencia peronista en un dilema estupefaciente. ¿Cómo practicar el sacrificio simbólico del líder derrotado y el ritual de la renovación, sin perder por ello esa masa de seguidores que lo seguía aún en la derrota?
El peronismo eligió el camino aparentemente más conveniente: dejar la liquidación del liderazgo de Cristina al Gobierno, por vía judicial. Así podría salvar el caudal social organizativo y electoral del Cristinismo huérfano. La decisión se reveló como un error estratégico que supuso la pérdida irreparable de la iniciativa política.
El Gobierno aprovechó el liderazgo débil, cuestionado, casi reacio de Cristina para negociar con los dueños del poder territorial del peronismo: gobernadores e intendentes. Estos se vieron sorprendidos por un trato por parte del Gobierno Nacional sustancialmente mejor que el que les había dado Cristina.
El peronismo fue víctima de su cobardía e incapacidad para regenerarse por sus propios medios.
Ni siquiera la expectativa de que el Gobierno tuviera que abandonar el poder antes de tiempo, vencido tanto por el minado sistemático de Estado que preparó el Cristinismo antes de dejar el poder como por sus propios errores y fracasos, los hizo reaccionar ante la posibilidad de hacerse cargo del país de forma apresurada.
Esa situación es la del peronismo hoy, a pocos meses de las elecciones: un conjunto de gobernadores que reconocen una identidad común pero que no por ello actúan como un cuerpo y una dirigencia nacional atomizada y sin concierto.
Cabe preguntarse si realmente está resuelto a disputar el poder en una coyuntura particularmente difícil para el país, respecto de la que no parecen existir alternativas mucho mejores.
Esto podría estar mostrando una preferencia del peronismo por dejar que el Gobierno mantenga la iniciativa y se haga cargo de lo que queda del ajuste, para volver cuando la situación sea algo más alentadora.
También podría estar exhibiendo una inédita declinación de su implacable voluntad de poder.
Hoy el peronismo parece estar en todos lados, penetrar en todas las estructuras, copar todo el espectro de alternativas políticas, conquistar definitivamente (por si le quedara algún resto pendiente) la cultura política nacional. Todo se presenta como peronizado.
Y sin embargo quizá no estemos viendo bien el fenómeno: quizá no sea el peronismo como entidad colectiva el que parece haber adquirido un status de omnipresencia sino.. los peronistas.
El hecho de que haya peronistas repartidos en todas las fórmulas pero no se encuentre entre ellas una fórmula propiamente peronista habla más de la disolución como entidad que como adaptación. Mucho menos como victoria definitiva.
Siempre resulta temerario hacer vaticinios políticos, en especial con el peronismo. Pero el futuro no parece serle propicio. Es posible estudiarlo en sus diversas dimensiones: como doctrina, como organización, como cultura política, como identidad.
La doctrina desapareció hace rato.
La cultura política parece ser su herencia más persistente.
La organización se va disolviendo día a día.
En cuanto a la identidad, ya se sabe que sin Iglesia, la suerte de los fieles parece sellada.