El kirchnerismo quiso edificar su supuesto imperio político-económico sobre las ruinas del periodismo libre, de la prensa indócil al poder que intenta establecer un nexo sólido y permanente con la opinión pública para que ésta pueda conocer la verdad que muchos no quieren que se sepa.
Adepa, en su último y reciente informe, acaba de calificar al régimen político concluido en diciembre pasado como “la etapa más oscura para el periodismo independiente desde la restauración democrática en 1983”. En efecto, sobre todo en los gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner, con el apoyo irrestricto de su marido, el ex-presidente Néstor Kirchner, se definió una estrategia de ataque a la libertad de expresión intentando golpear a la prensa en todas sus modalidades con el fin de construir un discurso único desde el cual el relato del poder se alzara como la única voz del país.
Para lograr ello, continúa Adepa, se recurrió a dos malignos instrumentos: el primero, la difamación permanente a todos los periodistas y/o medios de comunicación que no se rindieran a los pies del poder; el segundo, la conformación de un gigantesco multimedio estatal y paraestatal de periodismo afín para que desde allí se repitieran todas las consignas que, desde la mismísima presidencia, se querían inculcar en la opinión pública.
Felizmente, la sociedad argentina es muy compleja y los años de libertad y democracia fueron un gran acicate para que este plan estratégico de deslegitimación de la libertad de prensa fracasara estrepitosamente. Primero porque los periodistas, al sufrir el acoso estatal, fueron más valorados por la opinión pública ya que amplificaron su rol de portadores de verdades que el poder negaba. Segundo, porque por más que se gastaran millones de pesos del Estado (vale decir, de todos nosotros) para construir el megamedio publicitario, lo cierto es que la sociedad se negó a leer, escuchar o ver dicho periodismo complaciente con el poder, llegando al extremo de que en determinado momento de apogeo del kirchnerismo, los medios afines constituían más de los dos tercios del periodismo existente, pero los pocos independientes que quedaron eran prácticamente los únicos consumidos por la población, mientras que los oficialistas no podían llegar a nadie porque nadie tenía interés en someterse a su influencia, incluso muchos votantes del oficialismo. Ocurre que la gente no es tonta y sabe distinguir muy bien entre quienes deben gobernar y quienes deben ejercer la crítica a los mismos, dos funciones imprescindibles ambas y que, por lógica deducción, no pueden estar en las mismas manos como se pretendió en estos años de autoritarismo y delirio.
Pero lo más dramático, en términos sociales, tal cual lo indica Adepa, fueron las magníficas oportunidades que se perdieron por esta obsesión del poder político en controlar lo que no podía controlar. Por un lado, en vez de aumentar la pluralidad de voces, como se pretendía en la ley de medios, lo que se logró es lo contrario: que una sola, monocorde y mediocre voz oficialista, ocupara el lugar que correspondía a las organizaciones sociales que aspiraban a recibir el apoyo estatal para ampliar sus modos de comunicación. Por el otro, que nos perdimos años valiosos en modernizar nuestras comunicaciones para que fueran capaces de competir a nivel internacional, por la obsesión de acabar con la libertad de prensa a como diera lugar.
Es de esperar, como concluye Adepa, que de ahora en más se recupere toda la libertad conculcada, ya que “será éste un modo de consolidar la institucionalidad republicana y el control ciudadano de los actos de gobierno, gravemente deteriorados en los últimos años” porque de lo que se trata, en definitiva, es de “garantizar la libertad de expresión sin censuras, pero también sin represalias”.