El pequeño gran hombre al que el poder no pudo tumbar

El pequeño gran hombre al que el poder no pudo tumbar

La fría y formal letra de la biografía de Carlos Santiago Fayt dice que nació en Salta el 1 de febrero de 1918 y que murió en Buenos Aires el 22 de noviembre de 2016.

También que fue un “abogado, escritor, político, profesor y juez argentino” y “ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación desde la restauración de la democracia en 1983 hasta 2015”.

Además se destaca que tenía raíces sirio-libanesas, que su familia era católica pero que, con el correr de los años, se hizo agnóstico y que adhirió a las ideas socialistas.

Otros datos remarcan una brillante carrera judicial durante casi una vida centenaria que discurrió por claustros y tribunales.

Pero lo más valioso y que describe a Fayt como una persona y un personaje singular de la historia argentina contemporánea no está sólo en su biografía escrita y en la enumeración de su profusa bibliografía, sino en el repaso de su accionar, en el relato de quienes lo conocieron en profundidad y aún en el encono de aquellos para quienes fue un obstáculo y que quisieron verlo tumbado y no pudieron con él.

Enjuto, de costumbres austeras, perfil bajo y hablar pausado y sencillo, Fayt veneró la democracia, se lució con fallos en favor de las libertades colectivas e individuales y fue un dolor de cabeza para todos los gobiernos que pretendieron coartar esas libertades o imponer sus planes de manera autoritaria.

Sobre todo desde la Corte Suprema de Justicia de la Nación, a la que arribó en 1983, cuando reverdeció la democracia en la Argentina, con la llegada de Raúl Alfonsín a la Presidencia.

Ese año comenzó a compartir ministerios en el Máximo Tribunal con Genaro Carrió (dos años más tarde remplazado por Jorge Bacqué), José Severo Caballero, Augusto César Belluscio y Enrique Santiago Petracchi.

Seis años después, cuando Carlos Menem arribó a la primera magistratura, la Corte fue ampliada a nueve miembros y él resistió firmemente las presiones del riojano para imponer sus planes, especialmente las privatizaciones de las empresas públicas. Por caso, fue el único que votó contra la enajenación de Aerolíneas Argentinas a través del amañado “per saltum” que el resto de los jueces aprobó.

Pasaron el efímero gobierno de la Alianza y el período en el que Eduardo Duhalde actuó como virtual bombero en un país en llamas, y Fayt permaneció en su poltrona.

Para entonces, el ya decano de la Corte había logrado años antes voltear una cláusula que impedía a los jueces del Alto Tribunal seguir en ese cuerpo más allá de los 75 años.

Se había presentado en la Justicia pidiendo que declarara la nulidad del tercer párrafo del inciso 4to. del artículo 99 de la Constitución, argumentando que la Convención Constituyente que lo había incorporado en 1994 se había excedido pues no se había planteado la necesidad de reformar la duración o inamovilidad de los magistrados. La cuestión llegó a la propia Corte que, en agosto de 1999, consideró que la limitación por edad agregada en el texto constitucional era nula por constituir un “manifiesto exceso en las facultades de que disponía la Convención”. Tras la gestión Duhalde, el kirchnerismo llegó al poder con el mensaje de aires de renovación en la Justicia, lo que pareció cumplir en el comienzo pero no pudo -ni quiso- evitar la tentación y se lanzó a la tarea de colonizar los tribunales, incluida la Corte.

Pero en el tribunal, casi todos los propios jueces que había impulsado (por ejemplo Carmen Argibay, Elena Highton, Ricardo Lorenzetti), se le hicieron huesos duros de roer. Ni hablar de Fayt, que siguió siendo el veterano rebelde.

Así pudo verse la firma disidente del ministro decano en numerosos fallos. Uno de los puntos culminantes fue la resolución sobre la Ley de Medios, la cual votó totalmente en contra, considerándola contraria a la Constitución.

En los últimos años de su gestión, la entonces presidenta Cristina Fernández quiso echarlo de cualquier manera. Hasta se puso en duda su salud mental y se lo ridiculizó con puestas en escena mediocres y de mal gusto a las puertas mismas de los Tribunales.

En algún momento, sin ningún respeto por las investiduras, CFK lo llamó despectivamente “juez centenario”. El malhumor kirchnerista tuvo otro punto extremo cuando los jueces de una Corte reducida entonces ya a cuatro miembros

-por las muertes de Argibay y Petracchi y la renuncia de Eugenio Zaffaroni- votó la reelección como presidente de un Lorenzetti que solía encenderse contra el gobierno kirchnerista y le avisaba que debía haber límites y respeto institucional. Fayt, que solía mostrar algunos gestos de picardía con altura política, tenía guardada una última carta. Finalmente se fue de la Corte pero cuando él quiso. Y quiso irse un día después de que Cristina Fernández abandonara la Casa Rosada.

“Tengo el agrado de dirigirme a la señora Presidenta de la República con el objeto de presentar mi renuncia al cargo de juez de la Corte Suprema de Justicia, con efectos a partir del once de diciembre del corriente año”, dijo el mensaje. Ganara quien ganara las elecciones (Scioli o Macri), Cristina Fernández ya iba a dejar de ser habitante de la Casa de Gobierno el 10/12.

Y Fayt iba a dejar sus aposentos un día después. Convertido, además, en récordman de la Justicia argentina, con casi 32 años en la Corte Suprema.

Así se fue Fayt, en silencio y con su estilo. Como ahora. El pequeño gran hombre a quien el poder no pudo tumbar.

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