Por Luis Alberto Romero - Historiador. Club Político Argentino. luisalbertoromero.com.ar - Especial para Los Andes
Acosado por el caso Nisman, el Gobierno afirma que el Poder Judicial no solo es una corporación: se ha convertido en el partido judicial. En realidad, si se trata de politización y partidización de los poderes del Estado, mejor sería hablar del partido del Ejecutivo.
La imputación es más general. La Justicia es acusada de ilegitimidad de origen, pues nadie la votó. Sus miembros son desconocidos, vitalicios y privilegiados. La Justicia no se está ajustando a la Constitución y las leyes, sobre todo porque pretende imputar o procesar a la democracia.
Para quienes conocen la Constitución, las respuestas son sencillas. No hay un partido judicial que compita por el poder; más bien resisten a la politización que el gobierno impulsa. Su comportamiento corporativo consiste en defender la justicia. Su legitimidad se basa en el sufragio, pues fueron designados por los otros dos poderes, surgidos de las elecciones. En cuanto a la democracia, en una república la Justicia puede imputar a personas, iguales ante la ley, hayan sido votadas o no.
No son desvaríos ocasionales ni excesos de lenguaje. Ojalá fuera así, pues concluirían junto con quien los enuncia. Cada una de esas afirmaciones corresponde a una concepción del poder y las instituciones, que existe en el mundo de la democracia, que tiene respaldo y que Cristina Kirchner ha tenido la audacia de desplegar con todas las letras. Es la concepción tradicional de la jefatura política, aplicada a la presidencia de una democracia constitucional.
En el fondo, es la vieja idea del líder y las masas. El jefe se parece al héroe romántico de Carlyle, al superhombre de Nietzsche o al líder carismático de Weber. Dirige a un conjunto unánime y pasivo, cuyo único acto político es la delegación en un jefe que encarna sus aspiraciones, sentimientos y pulsiones. En las democracias esta delegación se realiza en una elección que, según esta concepción, confiere todo el poder al presidente. En el fondo, el acto electoral es solo la ratificación de algo que ya estaba en el corazón del pueblo.
Desde entonces el ungido queda a cargo de todo el poder y está autorizado a acomodar las instituciones hasta materializar esa idea. Antes o después, el Parlamento, la Justicia y cualquier otro poder establecido por la Constitución han de subordinarse a su autoridad. Quien defienda las instituciones está haciendo política, es un partido y debería competir en las elecciones.
No es un invento estrictamente contemporáneo. Así se constituyeron las monarquías de derecho divino, y así Julio César y Augusto transformaron la república romana en un imperio.
En tiempos más recientes, se atribuye a W. Gladstone el haber configurado el primer liderazgo carismático de impronta popular en la Gran Bretaña de 1880. En Francia, el general De Gaulle moldeó la V República con esta idea. Esas fueron versiones moderadas, compatibles con la tradición liberal. Las versiones extremas fueron las de Mussolini y Hitler, que construyeron poderes totalitarios exhibiendo un masivo y disciplinado apoyo del pueblo, previamente depurado de quienes formaban el antipueblo.
Esta concepción no republicana del presidencialismo es tradicional en la Argentina. Allí están, aunque con diferencias importantes, Yrigoyen y Perón. Luego de la construcción de 1983, reaparece con Carlos Menem, en la práctica y sin discurso. Néstor Kirchner lo amplió y comenzó a ponerlo en palabras, y Cristina Kirchner lo dijo abiertamente.
Con la consigna de “ir por todo” avanzó sobre los poderes del Estado que podían limitarla. Por esa vía, llegó a ser la jefa del partido del Ejecutivo e incorporó la “democracia” a su patrimonio. En esos términos, es natural que no admita ser imputada por la Justicia. Sería como acusar a un rey.
Acusando a sus reyes comenzaron la revolución inglesa del siglo XVII y la francesa de 1789, y sobre esa capacidad de acusación se construyeron las repúblicas. Nuestra república se rige por la Constitución reformada en 1994 que ratificó un sistema de gobierno en el que los poderes están divididos y relacionados de diferente manera con el sufragio popular. También estableció nuevas instituciones destinadas a proteger los derechos individuales y limitar la acción de las mayorías electorales, para evitar la “tiranía de la mitad más uno”.
La más sólida sigue siendo la Justicia, aunque es bien conocida la injerencia que en ella tiene la política. Dentro de ciertos límites, puede considerársela parte de los controles y balances republicanos. Pasado ese límite, el sistema institucional republicano se desequilibra. El partido del Ejecutivo traspuso ese límite hace mucho. Hoy, jueces y fiscales libran un combate defensivo: defienden sus cargos y sus vidas y a la vez defienden la institución.
Puede encontrarse quizá un matiz corporativo pero en modo alguno político partidista. Quienes lo ven así son los responsables de haber convertido al primer poder del Estado en partido y en corporación, defensora de intereses económicos privadísimos. Se ha llegado a un extremo que demanda una resolución. Esperemos que llegue con las elecciones.
Pero un cambio de gobierno no resolverá lo esencial. Habrá otro presidente, pero la idea de una democracia cesarista, caudillista, de líder está instalada en la cultura política. No ha sido tan fuerte como para cambiar el orden constitucional y las instituciones republicanas, pero tampoco se ha subordinado a él.
Quedaremos en una situación híbrida, pues el nuevo presidente heredará los instrumentos de poder construidos en estos doce años, y también una larga tradición de ejercicio de poder concentrado. No es posible asegurar que se abstenga totalmente de usarlo. Hasta es posible que muchos se lo pidan.
Por cierto, la conciencia republicana, bastante débil entre nosotros, está emergiendo, y Cristina Kirchner ha hecho mucho para mostrarnos su importancia. Pero hay un largo trecho todavía, y una ardua tarea para consolidarla. Y ninguna seguridad de éxito.