Por Umberto Eco - Escritor italiano
En la noche de la matanza del mes pasado en París estuve, como muchos más, pegado a la televisión. Conozco bien la ciudad y estaba intentando averiguar dónde habían ocurrido exactamente los diversos ataques. ¿Vivía cerca alguno de mis amigos? ¿Qué tan cerca estaba la oficina de mi editor o ese restaurante al que siempre voy? Me sentí tranquilo cuando me di cuenta de que la violencia había ocurrido lejos, en la Margen Derecha, mientras mi propio universo parisino giraba en torno a la Margen Izquierda.
Esto no hizo nada por disminuir mi horror e impacto y, sin embargo, me sentía como si acabara de perder un avión que después hubiera terminado chocando contra el suelo. Hasta esa horrenda noche, nadie había considerado seriamente que una brutalidad indiscriminada como esa impactara tan cerca de casa. Siempre había sido la tragedia de alguien más -en algún otro lugar- lo que lamentábamos.
Empecé a sentirme vagamente inquieto cuando repetí la palabra “Bataclan” para mis adentros; conocía el nombre de alguna parte, pero simplemente no podía precisarlo. Finalmente recordé: una de mis novelas había sido presentada en ese teatro hacía casi diez años. Yo había asistido al Bataclan antes y pudiera haber ido de nuevo. Después, casi de inmediato, noté que el teatro está localizado a solo pocos pasos del Boulevard Richard Lenoir... ¡la misma calle en que vivió Jules Maigret, el famoso detective de la policía de las novelas de misterio de Georges Simenon!
Algunos pudieran decir que es inapropiado sacar a colación el imaginario cuando ocurren sucesos tan aterradoramente reales. No estoy de acuerdo. De hecho, son precisamente las asociaciones ficcionales de París lo que explica por qué la carnicería nos ha afectado tan profundamente, incluso cuando terribles matanzas han ocurrido en otras ciudades.
Hemos visto París representado en novelas, filmes y otras obras de arte con tanta frecuencia que el París imaginario se ha fusionado con el verdadero y puede parecer como si alguna vez hubiéramos vivido ahí (incluso si no ha sido así) y que París es nuestra ciudad natal.
Este París imaginario es justamente tan real como el París que experimentó la decapitación de Luis XVI, el intento de asesinato de Napoleón III por parte de Felice Orsini y la liberación de los nazis. Porque a final de cuentas, ¿qué es lo que recordamos, los sucesos en sí -que la mayoría no presenciamos- o su representación en libros y películas?
Hemos visto París liberado en la pantalla plateada en Is Paris Burning? justamente como hemos visto un París más distante del siglo XIX en Les enfants du paradis de Marcel Carné (Niños del paraíso). Nosotros revivimos el mundo de Édith Piaf aun cuando nunca formamos parte de él, y sabemos todo acerca de la Rue Lepic simplemente porque amamos la canción de Yves Montand sobre la misma.
Cuando caminamos por las márgenes del Sena, permaneciendo en los estanquillos de libros, experimentamos nuevamente los muchos paseos ficcionales sobre los que hemos leído; de la misma forma que cuando visitamos Notre Dame difícilmente podemos dejar de pensar en Cuasimodo y Esmeralda.
Nuestros recuerdos de París incluyen a los mosqueteros en duelo en el monasterio de los frailes carmelitas descalzos, el París de las cortesanas de Balzac, el París de Lucien de Rubempré y Eugene de Rastignac, de Frédéric Moreau y Madame Arnoux, de Gavroche sobre las barricadas, de Charles Swann y Odette de Crécy.
Nuestro París es la ciudad de Montmartre en los días de Picasso y Modigliani, de Maurice Chevalier, y de “Un americano en París”, de Gershwin. Es también la ciudad del despiadado criminal ficcional Fantomas y, por supuesto, la del Jefe de Inspectores Maigret, cuyos casos hemos seguido a través de esas largas noches en los cuarteles de policía en la Quai des Orfevres.
Debemos reconocer que este París imaginario nos ha enseñado muchísimo de lo que sabemos acerca de la sociedad, el amor, la vida y la muerte. Y por tanto se ha asestado un golpe a nuestra casa, una casa en la que hemos vivido durante mucho más tiempo de lo que hemos vivido en nuestros verdaderos hogares. E incluso así, todos nuestros recuerdos de París nos dan esperanza, como dicen: la Seine s'enroule, roule; el Sena sigue fluyendo.