Nadie deja de ser lo que ha sido. Puedo ver la austera y sincera religiosidad de mis padres. Puedo sentir, en el recuerdo, mi alegría infinita después de la catequesis en los patios de la Compañía de Jesús. El rezo nocturno junto a mi madre, las procesiones en la Iglesia de la Merced cada 24 de setiembre, y la compañía misteriosa de un ángel al que llamaba de la Guarda, que me protegería de cualquier peligro.
Puedo verme buscando la palabra comprensiva y profunda de un jesuita amigo, siempre dispuesto a oírme y a decirme una palabra alentadora. Nada ni nadie puede ni podrá jamás ensombrecer estos recuerdos.
Pero la vida es sobre todo un camino. Y es en el camino, como en la novela de Jack Kerouac, en donde encontré amigos, lecturas, experiencias y pensamientos que enriquecieron -y aún lo siguen haciendo- mi macuto de caminante. Finalmente, mi desorden natural -esa dispersión errante como el humo de los fumadores con la que he crecido- me ha permitido pensar y decir lo que pienso sin temor a equivocarme, simplemente porque es muy posible que me equivoque.
He dejado de creer en un ser superior o en una luz o entidad supra racional que gobierne el universo y la vida y la muerte de los seres vivos e inertes del planeta. He dejado de creer en los mitos religiosos, tales como que un líder de masas, del que no hay serios vestigios históricos de su existencia, lograra que un mar se abriera en dos para que pasara el pueblo judío, o que un Dios-hombre haya nacido de la unión de un Dios-Padre con una mujer.
La estética del mito es incuestionable, diría que es perfecta, como lo es en la mitología griega o la celta, o la que proviene allende los tiempos en la India védica o en la Persia zoroastrista. Dejar de creer no significa dejar de pertenecer. Se puede ser católico, e incluso apostólico y romano y, al mismo tiempo, no creer en estas categorías teístas. Se puede adherir -con la ayuda del rito y la costumbre- a una cosmovisión ética y estética de la vida, pero sobre todo se puede adherir a una cultura y, así, a un sinnúmero de valores a los que no podemos y no queremos renunciar.
Inmerso en esta arcadia existencial de pertenecer a la cultura judeo-greco-cristiana -y de la que no reniego- puedo hacer mi descargo sincero, sin ofender por ello a nadie. El Papa Bergoglio, según el dogma católico, es el representante de Dios en la Tierra. Tremenda afirmación fruto de aquella nutrida mitología religiosa, me lleva a afirmar, desde mi pequeñísima razón, que Bergoglio podrá representar a Dios si él y unos cuantos quieren, pero de ninguna manera me representa a mí -y a otros cuantos-. Del mismo modo si hubiéramos sido contemporáneos, no me habría representado Alejandro Borgia, conocido como el Papa Alejandro VI, que otorgaba lugares de privilegio en el Paraíso a cambio de tierras y dinero.
Vuelvo a Bergoglio y pienso: ¿Cómo podría representarme alguien que perteneció a la célebre Guardia de Hierro? Bergoglio fue uno de aquellos guardianes de la ultraderecha peronista creada por el “Gallego” Álvarez. Por lo tanto es un hombre con ideas muy poco republicanas. Fue un clérigo altamente comprometido con los temas terrenales que nada tienen de espirituales ni de pastoriles. De igual manera que el cura Mujica enseñaba a los Montoneros a descreer de las instituciones democráticas, desde otro sitio, en ese juego de pinzas que esgrime siempre el doble discurso de la Iglesia, Bergoglio hacía algo parecido. Una vez más la Iglesia jugando en las dos puntas para que ningún feligrés se le escape.
¿Cómo podría representarme alguien que apaña y recibe a los que jaquearon al país destruyendo sus instituciones y vaciando sus arcas, como Milagro Sala, Moreno, Mariotto, Gils Carbó, Scioli y a la mismísima Cristina? ¿Cómo podría representarme alguien que defiende el modelo brutal de Venezuela de Chávez y Maduro o que no ejerce su poder para castigar a los curas pedófilos, ni siquiera a los de su país?
Bergoglio, convertido ya en Papa Francisco, es tal vez un estadista o, por lo menos, un inteligente jefe de Estado. Pero no me representa.
Él cree en el mesianismo político, fruto quizás de esa concepción religiosa que interpreta que un ser dotado de divinidad nos conduce como un rebaño hacia el fin de los tiempos. Él no tiene por qué ser republicano, y es lógico que no lo sea si al fin y al cabo representa la única teocracia estatal de Occidente, al uso del ayatolismo o del Estado Islámico de Oriente Medio. Bergoglio no cree en la división de poderes y descarta que del liberalismo político surja algo bueno para el mundo.
Por suerte guardo en mi corazón y en mi memoria, la belleza espiritual de la religión de mis mayores que dulcificó mi infancia y adolescencia y que llevo en mi macuto de caminante con respeto, con cariño y con devoción de católico no creyente.