Por Julio Bárbaro Periodista. Ensayista. Ex diputado nacional. Especial para Los Andes
Aquel crucifijo integrado a la hoz y el martillo era la memoria de un tiempo cuando el diálogo entre católicos y marxistas se impuso en el espacio progresista. Fue en el sesenta y cinco. Apareció un libro en Italia que se trasladó a nuestra realidad. Hubo un debate en Filosofía y Letras. El padre Carlos Mujica habló por los católicos. Un comunista de los de verdad como Fernando Nadra fue el vocero de ese sector.
ran tiempos cuando la intelectualidad imaginaba imparable el avance del comunismo en el mundo, donde a la Unión Soviética se le había sumado China y vivíamos como propia la guerra de Vietnam. La ciencia y el materialismo avanzaban arrinconando a la religión; las iglesias acogían a mujeres mayores, los hombres eran escasos en los templos. Los curas del Tercer Mundo aparecen como una necesidad de los cristianos que se sentían superados por los marxistas. Recién en el sesenta y tres el humanismo logra vencer en la UBA e impone a Julio Olivera como rector. En la Universidad confrontaban marxistas contra humanistas cristianos. Los peronistas no tenían vigencia ni importancia. Recién con el golpe de Onganía tendrá origen la violencia y luego con el tiempo se pondrá de moda el peronismo con su nueva versión de clase media intelectual.
Eran tiempos cuando la religión hacía seguidismo de la política, donde el mundo del futuro asomaba como indefectiblemente socialista y la fe de los humildes era convocada por los pastores de todo tipo. Lo que define con más fuerza el camino del papa Francisco es su convicción de que la religión no era tributaria de la política, menos aún en su expresión ideológica marxista. Cuando me interrogan sobre su pertenencia a Guardia de Hierro respondo que fue siempre un pastor comprometido con las convicciones de sus feligreses, claro que siempre para él la fe ocupaba el lugar esencial y luego venían sus compromisos de coyuntura.
Causan gracia los enojos de los conocidos sectarios, sean ellos religiosos o adoradores del mercado, como si el sentido común estuviera atado a las veleidades del inversor o el Papa obligado a expresar verdades que limiten sus mismos objetivos. Un Papa que reza en el Muro de los Lamentos junto a un musulmán y un judío; un Papa que después de visitar Turquía es capaz de referirse al “Genocidio Armenio”; un Papa que ayuda en el acercamiento entre Cuba y los Estados Unidos, algo debe callar para que sea tanto lo que logra imponer. Cuando uno dice todo lo que piensa suele no lograr jamás todo lo que busca. Estamos en un tiempo cuando los intelectuales dejaron de pensar el mundo. Pareciera que su importancia se fue agotando a la par de la misma vigencia de las ideologías, como si los pensadores hubieran perdido -en su mayoría- el talento de imaginar futuros con la rebeldía de enfrentar a los autoritarismos.
El Santo Padre me dijo al despedirme en noviembre de 2014: “Puede decir sin dudar que no voy a viajar a la Argentina hasta 2016”. Era una definición política indiscutible, una sutileza que implicaba muchos más compromisos que los que sus cuestionadores intentaban asignarle. El Santo Padre no tiene candidatos. Es de mediocres intentar jugar a la política en su nombre. Es cierto que tiene algunos a los que no recibe, pero tampoco eso puede ser tomado como una limitación. Cuesta recordar que surgió como el enemigo de un gobierno, del mismo que hoy es su seguidor. Fui intermediario entre el cardenal Bergoglio y Néstor Kirchner. Néstor se negaba a dialogar con el cardenal; hasta compartió la voluntad de herirlo con el periodista menor que lo intentó en un libro. Esa memoria no fue olvidada. Desde ese lugar es que el Papa logra instalar una relación tan fuerte con la Presidenta; es desde ese origen que se explica tanto recibir a La Cámpora como participar de tantos silencios. El papa Francisco se ha convertido hoy en una de las personas o seguramente la persona más importante del mundo. Sus palabras son mucho más fuertes y vigentes que las de cualquier político. Sus admiradores van mucho más allá de los límites del catolicismo. Asombra el peso de su pensamiento en los no creyentes.
Siempre que me encontraba con el cardenal le planteaba mi dilema de que “mientras que la ganancia no tenga límites tampoco los tendrá la miseria”, que se necesitaba la iniciativa privada pero también un Estado capaz de limitar sus desmesuras. Ls dos cartas manuscritas que me envió hace años giran sobre mi opinión de “que la dictadura genocida haya sido atroz no implica que la guerrilla haya sido lúcida”; un debate necesario que no tiene derecho a impedir esta supuesta teoría de los dos demonios.
El recorrido del papa Francisco por los países hermanos fue apasionante. El espíritu de la fe parece devolver al hombre la espiritualidad y la trascendencia que la ambición jamás podría ofrecerle. Igual aparecen los que imaginan que las multitudes implican “populismo” y las minorías lúcidas pueden aportar verdades superiores. Los dueños del poder del dinero imaginan que también les corresponde la propiedad de la fe, supuestas élites que no quieren dejar ningún derecho a las multitudes. En mi juventud se usaba el término “demagogia”, ahora se usa más el de “populismo”, algo parecido a la degradación de lo popular. Claro que hay regímenes como el de Venezuela que implican la degradación de la misma democracia. Pero luego siguen una amplia gama de propuestas: algunas son populares; otras, como para mí la nuestra, tristemente populistas. Así como adhiero a lo popular me lastima su degradación.
El Santo Padre ha instalado la fe en el centro del debate por el destino humano. Sus palabras son simples y enfrentan los dilemas más complejos de la humanidad. Sus objetivos se notan en lo más profundo de sus gestos y en la dimensión de sus logros. Asombra ese absurdo fenómeno que afirma “nadie es profeta en su tierra”. Asombra los kilómetros que viajan por verlo los que ni lo saludaban al tenerlo al lado. Pero es el campo de la fe, el objetivo es pacificar, acercar, encontrarse con el otro. Su ejemplo es imposible de negar, pobreza y sabiduría; vivir como uno dice que piensa. Una cosa es hablar de los pobres siendo rico y otra es dar testimonio en la propia vida privada.
Cuando era cardenal viajaba en subte, en colectivo, daba testimonio. Un Papa argentino marcará para siempre la política nacional, obligará a sus dirigentes a dar testimonio con sus vidas, a no usar la política para ascender en la escala social. Y ése -imagino- que implicará un cambio definitivo. Maravilloso legado del Papa que Dios y la vida nos regaló.