El Papa frente al mal de la corrupción

Esta semana el papa Francisco se refirió con inusual dureza al tema de la lucha contra la corrupción y lo trató de un modo tan completo que lo suyo va mucho más allá de una mera expresión de deseos.

El Papa frente al mal de la corrupción

En su homilía referida al drama de la corrupción, el Papa sostuvo que “en los periódicos leemos muchas veces historias de políticos que llevan ante los tribunales porque se habían enriquecido milagrosamente, y lo mismo del jefe de una empresa que se enriquecía explotando a sus trabajadores, o del prelado que se ha enriquecido demasiado dejando de lado sus deberes pastorales para ocuparse de su poder”.

Por lo cual Francisco concluye que “hay corruptos en la política, corruptos en los negocios y corruptos eclesiásticos. Están por todas partes. La verdad es que la corrupción es un pecado fácil de cometer para quienes tienen autoridad sobre los demás”.

El Sumo Pontífice considera al fenómeno de la corrupción como una enfermedad del poder cuando éste se practica con impunidad, sin control. Y no se limita sólo al terreno político, sino que abunda también entre empresarios y hasta en la Iglesia.

Sin embargo, este mal no se agota sólo en su inmoralidad sino que básicamente debe ser juzgado y evitado por el principal efecto que genera. Así, dice Francisco que “son siempre los pobres, materiales y espirituales, los que pagan... Pagan los hospitales sin medicinas, los enfermos sin curas y los niños sin educación... pagan por la corrupción de los grandes".

En su insistencia y preocupación, llega a llamar mártires a las víctimas de la corrupción y propone como la alternativa para comenzar a salir de ella, enfatizar en la noción de “servicio” hacia nuestros semejantes, porque “la corrupción proviene del orgullo y de la soberbia”. Se trata de un pecado de la vanidad que se debe contrarrestar con la vocación hacia el bien.

Como acostumbra hacer este Papa, no hay prácticamente un solo reproche que efectúe a los poderes del mundo en el que no incluya a la Iglesia de la cual él es su principal dirigente. Por eso dedicó un importante párrafo de su homilía a decir que cuando los eclesiásticos se corrompen pagan “los niños que no saben el catecismo, los enfermos que no son curados, ni visitados y los presos a quienes no se les da atención espiritual”.

Con esta andanada contundente de conceptos es que deben armarse los hombres públicos que quieran reconstituir el entramado de las instituciones, que está siendo socavado por este cáncer social cuya proliferación por las altas cumbres del poder deviene en un antiejemplo por excelencia, ya que si quienes tienen la misión de hacer y ejecutar las leyes lo hacen bajo el predominio de la corrupción, los que deben cumplirlas no tendrán ni el menor aliciente para hacerlo. La corrupción es un mal que se derrama fácilmente hacia todos los intersticios sociales, por eso debe ser cortada de raíz, comenzando por su cabeza.

En muchos países, incluido el nuestro, la corrupción ha pasado de ser periférica a estructural. Ya no es un subproducto del abuso del poder sino una de las principales causas del mismo, como que se hubiera naturalizado hasta el punto que corrupción y poder devienen sinónimos.

Contra ello, aparte del pleno funcionamiento de la justicia, el Papa nos propone una gran cruzada ética en la que todos deberemos participar para que las buenas conductas y la decencia vuelvan a ser los referentes inexcusables tanto del progreso individual como del social.

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