El palacio imaginario de las gratitudes

El palacio imaginario de las gratitudes

En el párrafo inicial de la obra “Islandia”, nos encontramos con la pieza medular de este rompecabezas que es la recién editada nouvelle de Augusto Munaro. Y decir “rompecabezas” no es una aproximación al texto, sino una precisión, o en todo caso una apuesta para descifrar el entramado de este breve e intenso libro. Esa pieza indicativa del comienzo resulta de la exaltación que el narrador declara, a viva voz, lamentándose por su condición de “no ser un poeta”. Esa misma voz, tan diáfana como carraspeada, es la que irá hilvanando los múltiples y dispersos acontecimientos que van engrosando la historia.

Una historia

¿Pero cuál es la historia? ¿Cuál es la representación de esa historia? En el centro de la escena aparece un narrador que nos mete de cabeza en su obsesión de trasladarse y llevarnos a la lejanísima Islandia, país apacible y ordenado, sólo alterado por la irrupción de los géiseres y por la excesiva irrigación introspectiva de sus habitantes. La vaporosa escritura del autor es vertical y ascendente, igual al impulso cálido y gaseoso del géiser. De hecho, en su etimología, el verbo “geysa” significa “emanar”.

Lo que se cuenta en “Islandia” es una emanación de sucesos, un impulso de fragmentos que se atomizan y requieren de la distancia para ser advertidos en su conjunto.

La totalidad de las partes del relato transcurren en la cabeza del narrador, una especie análoga a la de un estático Emilio Salgari que describe tigres y piratas desde su escritorio en Verona. Nuestro narrador avanza en un tono épico y evocativo, dejando ver poco a poco las bifurcaciones del texto, los atajos o desvíos que conducen a la imaginaria Islandia. Citas de actualidad y de carácter científico se entrelazan con menciones a las retumbantes sagas islandesas y a las proezas de Erik el Rojo.

El resultado es un caleidoscopio cercano a la alucinación y al enjambre visual y sonoro que podría provocar una cuadrilla de abejas africanas enfurecidas.

La voz del narrador se hace coral y polifónica, intercalando puntos de vista que van de lo coloquial a lo culto, sin que esto suponga una fisura en el discurso. El recurso del folletín está presente con Dumas, Fu Man Chu y Fantomas, entre otros, pero también aparece el recorte gráfico de Hora Cero y El Tony. De esta manera, el humor se hace protagonista y reprime el vicio sublime del que adolecen ciertos relatos de corte académico.

El narrador posee una exaltación cercana al delirium-tremens, y en esa exageración deja ver el rostro de una caricatura. El anzuelo ha sido sumergido; el lector, el lector diestro y empecinado llegará a la meta sin tropezar con menhires de porte ni con sinsabores por el esfuerzo invertido. Se encontrará con una distopía en sus términos más descarnados, pero aliviado por el marco de una saga cuasi moderna y serial.

La producción de Augusto Munaro es tan fecunda como variopinta. En realidad, se trata de un mismo libro en permanente elaboración que se va ensanchando con sus distintas partes, a la manera de un friso pictórico que descubre a través de sus paneles la visión total de una imagen.

La voz del narrador es reconocible y una, a pesar de sus timbres y falsetes distintos y enmascarados. / Santiago Espel

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