Por Néstor Sampirisi - nsampirisi@losandes.com.ar
¿Qué otra cosa es un país sino su gente? Y las relaciones que se establecen entre las personas, que se transforman en cultura, en costumbres, en marcos jurídicos e institucionales. Más allá de la influencia que tienen la geografía y el clima, es eso lo que configura la “personalidad” de una nación.
A los argentinos nos gusta describirnos como familieros, amigueros, solidarios, generosos, talentosos, “buena gente”, según un reciente eslogan oficial. Sin dudas que individualmente hay miles de personas con esos atributos, pero como sociedad hay hechos que parecen desmentirnos. ¿Será la Argentina un país tóxico?
Los manuales de autoayuda consideran tóxicas aquellas relaciones que nos mantienen atrapados en una suerte de red negativa y las clasifican: están aquellas en las que el pasado se utiliza para justificar el presente; las que se basan en repetir mentiras continuamente; las que buscan manipular mediante la comunicación o en las que se chantajea emocionalmente, entre otras.
Basta con repasar los sitios de los medios digitales, chequear las redes sociales en las que tenemos cuentas o abrir un diario para comprobar cuántas de estas premisas se cumplen desde hace años y con particular virulencia en los últimos. Todos gritan, todos lloran y el nivel de violencia verbal, cuando no física, es increíble. Piquetes, protestas, marginalidad, inseguridad, decadencia educativa e inflación conforman un escenario poco alentador.
Vale aclarar que ese panorama no es nuevo sino que llevamos años así. Pero lo más duro de aceptar no sería eso. Lo increíble es que no queramos cambiar, que no hagamos nada para transformarnos en un país previsible, racional, con menos injusticia, con índices socioeconómicos razonables. Claro, es un camino largo y requiere estar convencidos. No se logra de un día para otro, como nos gusta a nosotros.
Por eso históricamente hemos seguido a líderes carismáticos. Nos gustan esas personalidades y desdeñamos a los que carecen del atractivo suficiente. Esos que nos prometen soluciones mágicas, instantáneas, hasta que fracasan, que nos frustran y vuelta a empezar.
Pero siempre con los mismos postulados que ya nos hicieron fracasar.
Atribuyen a Albert Einstein una frase: “Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo”. Pero, por acá, al científico alemán no se lo escucha. Tampoco aprendemos de aquella sentencia que invita a no tropezar dos veces con la misma piedra. Los argentinos vivimos tropezando.
Repetir conceptos gastados, frases hechas, vivir con los prejuicios del pasado e involucionar parece ser nuestro destino. No da la impresión de que sea real aquella certeza del ex presidente Eduardo Duhalde en medio del durísimo ajuste que aplicó por otra de nuestras remanidas crisis económicas, la de 2001: “Estamos condenados al éxito”, dijo. Es el modelo de los grandes partidos nacionales, el radicalismo y el peronismo, el que está en crisis, corroído por la corrupción, la especulación sectorial y los intereses corporativos. Que no supo corregir muchos de los problemas del modelo conservador (la Generación del ’80) salvo, claro está, la promoción de derechos (voto femenino, jubilación, legislación laboral, divorcio, etc.). Es difícil asumir que ese modelo haya derivado en un país caótico, contradictorio, contestatario y refractario.
Tanto que los datos sociales actuales son peores que los de la conflictiva década del ’70, cuando el PBI de la Argentina era superior al de varios países de Europa y al de buena parte de los de América Latina. Según reveló esta semana el Indec, 9,3% de los argentinos no tiene trabajo (casi 1,2 millón de personas), porcentaje que, según expertos, está dentro del rango que arrastra la Argentina desde hace décadas.
Es más, el propio presidente, Mauricio Macri, advirtió que sólo 40% de los argentinos tiene trabajo de calidad.
Una realidad que ya reflejaba el último informe del Observatorio de la Deuda Social Argentina elaborado por la Universidad Católica: 34,5% de la población (13 millones de personas) es pobre ya que en el primer trimestre de 2016 se incorporó a esa categoría 1,4 millón de personas.
No caben dudas de que tenemos que buscar nuevas respuestas a las preguntas habituales y hacernos nuevas preguntas para responder a los desafíos de un mundo que no nos espera, que nunca nos esperó, aunque prefiramos creer que somos el ombligo del planeta.
En su libro “Argentinos” (2002) Jorge Lanata incluye una interesante analogía. Según estudios científicos, los argentinos somos tan particulares que hasta nuestras hormigas se comportan de una manera especial.
Un equipo de la Universidad de California en San Diego que se dedicó a investigar especies de hormigas nativas de la Argentina reveló que son extremadamente territoriales y agresivas pero que, trasplantadas a climas mediterráneos alrededor del mundo, se vuelven muy pacíficas. El mismo trabajo mostró que las colonias de hormigas más agresivas consiguen menos comida que las pacíficas y que éstas se reproducen más que sus congéneres violentas. “El paralelo con los humanos es asombroso”, destaca David Holway, quien dirigió al equipo de investigadores.
Otra conclusión, esta vez revelada por Ted Case, de la misma universidad, señala que las hormigas argentinas, lejos de su hogar sudamericano, generalmente no pelean entre ellas, aunque sí atacan a otras hormigas, y el biólogo Philip Ward concluye que “al dejar de pelearse entre ellas, las hormigas argentinas superan a otros insectos”.
¿Hablarán las hormigas por nosotros?