Hace un par de semanas publiqué un artículo sobre Trump. Lo escribí justo cuando subió al poder y en él advertía contra la tentación de minimizar su peligro y su anomalía, es decir, contra el optimismo ciego de aquellos que decían: estas alharacas son pura apariencia, luego se moderará y sus asesores lo harán entrar en razón… Pero para cuando el texto salió a la luz, 15 días después, se había quedado obsoleto, porque a esas alturas ya todo el mundo se tomaba en serio la ferocidad tabernaria del nuevo mandatario norteamericano. Así de fulminante ha sido su entrada en la escena política; así de gritona y de insolente, como si se tratara del plató de Gran Hermano y quisiera dejar claro desde el primer instante que él es el más chulo del lugar.
Por razones de imprenta, este artículo también tardará un par de semanas en publicarse, y ahora me amedrenta pensar qué podrá haber pasado en ese tiempo. Si Trump habrá invadido México para entonces, por ejemplo. En fin, diré una vez más que la única manera de luchar contra la deriva ultra de los Trump y los Brexit es la regeneración democrática. Acabar con la corrupción, con la injusticia y la hipocresía que han hecho que mucha gente ya no se sienta representada por nuestro sistema. Pero, por desgracia, no veo que nadie haga nada.
Si he mencionado a México no es por casualidad. Advierto con profundo desasosiego que estamos dejando a México muy solo frente a los empujones de ese energúmeno. Me refiero a la falta de apoyo de la comunidad internacional y especialmente de España; lo cual me recuerda una vez más el conocido y estremecedor poema del pastor Martin Niemöller, ese que empieza diciendo: “Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista”. Luego, ya saben, se llevan sucesivamente a los socialdemócratas, a los sindicalistas y a los judíos con la misma falta de respuesta, tras lo cual el poema concluye: “Cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar”.
Mientras tanto, Trump se aporrea el pecho como un gorila, cuelga el teléfono a los presidentes de otros países y dice cosas como: “El mundo tiene muchos problemas y los voy a arreglar yo, ¿ok?”. La mentecatez de su comportamiento apabulla y aterroriza, teniendo en cuenta el poder que maneja. Se diría que algo no funciona bien en su cabeza. David Owen, neurólogo y dos veces ministro laborista en Reino Unido, tiene un ensayo formidable, En el poder y en la enfermedad, en el que, citando un estudio de 2006, dice que el 29% de todos los presidentes de Estados Unidos sufrieron dolencias psíquicas mientras estaban en el cargo, y que el 49% de ellos mostraron indicios de trastorno mental en algún momento de sus vidas, unas cifras que al médico Owen le parecen altas y a mí desde luego elevadísimas, sobre todo si se comparan con la media de la población en general, que, según la OMS, es más o menos del 22%.
Una siente la tentación de pensar que este Trump es un demente como Calígula, pero en cualquier caso el verdadero problema no es ya el trastorno mental (según Owen, Lincoln caía en profundas depresiones y Roosevelt padecía probablemente un trastorno bipolar, y fueron unos políticos muy notables), sino la bravuconería, la falta de empatía, el machismo, el abuso de poder. El problema es ser mala persona, en fin, de la misma manera que Calígula pasó a la historia por su crueldad.
Y es que el mensaje que manda Trump al mundo es simplemente de odio. Te odio y soy más fuerte. Te odio y voy a aplastarte. Hay gente que es así, que basa su vida en odiar a los demás. Tal vez teman no poder ser lo suficientemente amados y entonces escogen ser temidos.
Qué pobrísimo, que patológico sustituto del cariño es el miedo reflejado en los ojos del prójimo. Es una construcción emocional fallida, semejante a la del acosador infantil. Me es fácil imaginar al niño Trump metiendo la cabeza de un compañero de clase en el retrete. Y lo peor de esa actitud es que genera miseria moral en el entorno (todos los cobardes que callan ante sus abusos) y además fomenta una respuesta feroz. El odio aviva el odio. La Tierra es un patio de colegio recorrido por vientos de necedad y furia.