Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com.ar
Esta semana Cristina Fernández de Kirchner se enojó furiosamente contra algunos periodistas que supuestamente afirmaron que los procesos de Santa Cruz y Venezuela tenían infinitos parecidos. Se trata de una auténtica paradoja porque un par de años atrás, cuando aún no habían ocurrido sendos cataclismos, ella misma se sentía feliz de todas las coincidencias existentes entre su lugar en el mundo (Santa Cruz) y su utopía en el mundo (Venezuela). No podría sino haber similitudes entre el lugar desde donde ella había partido y el lugar a donde ella quería llegar.
Pero lo cierto es que algo de razón tiene la ex-presidenta: no es lo mismo un feudo autocrático dentro de una república democrática que un país que utiliza el voto popular para cambiar desde dentro a una democracia imperfecta por una cuasidictadura violenta y feroz.
Aunque es preciso reconocer que una misma lógica política anidó siempre en Cristina. Ella y su marido intentaron reproducir el modelo político santacruceño en la Argentina y, ella (no él) imaginó al chavismo como un modelo superior del kirchnerismo, algo hacia donde había que avanzar y que no pudo lograr no por falta de voluntad sino porque las instituciones políticas argentinas, aún con sus mil falencias, demostraron una fortaleza infinitamente superior a las venezolanas y, en lo esencial, no pudieron ser doblegadas, o al menos no lo suficiente. En buena medida por la prensa que se convirtió en el gran fiscal del autoritarismo y aún en mayor medida por la opinión pública independiente que, movilizada en las calles, detuvo cada intento de atropello de las libertades republicanas. La Justicia, por su lado, fue terreno de disputa, pero en general el republicanismo democrático argentino ganó la partida mientras que en Venezuela fue literalmente arrasado.
Santa Cruz es un caudillismo que corrompe la república y trabaja bajo la forma de clientelismo plebiscitario. Fue durante la larga era K un feudo cuya utopía era que todos fueran empleados públicos para así controlarlos a todos. Y casi lo logran, salvo que estalló antes. Mientras estaban los Kirchner en la presidencia se subsidiaba desde la nación ese delirio estatista, pero bastó con un cambio de gobierno y poner a Santa Cruz a la par de las demás provincias en cuanto a la distribución de los recursos nacionales, para que todo implotara. Se trata de una provincia rica, que es feudal por decisión política. No es pobre como las del norte donde hasta que no se desarrolle un modelo productivo, poco más que el Estado queda para dar trabajo. En Santa Cruz, ser la provincia con más empleados públicos del país en relación a su población no fue por necesidad material sino por definición conceptual. En un nivel peor es algo parecido a la Santa Rosa mendocina.
Pero sigue siendo cierto lo de Cristina: Santa Cruz y Venezuela no son lo mismo. Acá no se llegó a los extremos de allá, aunque lo intentaron.
Aún así, algo tienen en común: las dos implotaron, vale decir se hundieron solas sin que nadie de afuera interviniera para perjudicarlas, nadie, absolutamente nadie. Por más que los Kirchner le echen la culpa a Macri y los chavistas, al imperio norteamericano. Falso de toda falsedad como lo indica cualquier mínima evidencia. Nada más lejos del macrismo que querer intervenir Santa Cruz ya que sería a puro costo político suyo. Y de no ser por los EEUU, Venezuela estaría infinitamente peor si el “imperio” no le comprara su petróleo pesado, difícil de vender en otro lugar.
O sea, se da la paradoja de que sus “enemigos políticos” son los que ayudan a subsidiar a las tierras revolucionarias de Santa Cruz y Venezuela. Desopilante pero real.
Es que estos sistemas frankensteinianos que surgen del voto popular pero lo traicionan desde dentro, sólo sobreviven con sus excesos mientras puedan gastar mucha más plata de la que recaudan de sus ciudadanos, ya sea por alguna ayuda externa o por la elevación coyuntural del precio de alguna materia prima que los transforma en un emirato provincial o nacional.
Santa Cruz pudo sostener su imposible nivel de vida primero gracias al precio del petróleo y luego, a los aportes extraordinarios entregados por las presidencias K. Apenas le faltaron, saltó en pedazos.
Venezuela devino gracias a la elevación mundial del precio del petróleo en un emirato socialista sin el menor nivel de racionalidad económica como sí supieron tener, aún bajo la misma ideología, tanto Bolivia como Ecuador. O hasta Cuba que intenta seguir el camino chino de mantenerse como dictadura política comunista pero con intervención creciente del mercado en las decisiones económicas.
Ninguna de esas precauciones tomó el Kuwait socialista venezolano y por eso comenzó su larga agonía cuando bajó el precio del petróleo hasta que ahora sólo se puede sostener en pie transformándose en dictadura plena. Pero está también implotando.
De haber acontecido previo a la caída de la URSS, este intento autocrático o cuasitotalitario podría haberse cristalizado como hoy sólo lo logra Corea del Norte en tanto excepción que justifica la regla y sólo por su potencial atómico que intimida a los de adentro y los de afuera.
Pero hoy, lo de Venezuela, en vez de cristalizarse como dictadura permanente, se va haciendo polvo.
Eso es lo positivo: que los intentos de utilizar el voto popular para fines distintos de los que éste fue previsto, hoy implotan, se hacen pedazos desde adentro sin necesidad de que alguien de afuera intervenga directamente. Ése es un avance de la democracia sobre la dictadura.
Pero junto a esa ventaja, hay un nuevo problema, una novedad de la época presente. Y es que antes las democracias eran demolidas, básicamente, por ataques externos, por fuera del país o por fuera del sistema. Por intervenciones extranjeras o por asalto de las fuerzas armadas pero ahora, con el aumento de las democracias en el mundo, éstas están comenzando a sufrir un cáncer, un mal que proviene de sus propias entrañas, una enfermedad interna a la democracia que aún estamos a tiempo de curar si impedimos que el virus se propague.
Debemos en nuestros países construir anticuerpos ante las nuevas enfermedades democráticas, de lo cual Venezuela es el modelo pleno.
O la misma Cristina Fernández cuando al pactar con Irán la impunidad del crimen de la AMIA con el fin de instaurar el chavismo en y a la argentina, se convirtió en gran propagadora del nuevo mal de las democracias. Felizmente acá eso fue impedido por la movilización ciudadana y en Venezuela está volando en pedazos. Pero aún así es imprescindible seguir cuidándose hasta que pueda inventarse la vacuna contra esta nueva enfermedad -de la que aún conocemos poco- que convierte a las democracias en dictaduras.