A principios de 2013 un informe de la Policía de Seguridad Aeroportuaria indicaba que el volumen del dinero manejado por cuatro bandas era equivalente al 40 % del presupuesto municipal rosarino: 2 mil millones de pesos. Esa equivalencia es irresistible. Es la misma cifra que reflejan los cálculos económicos del trabajo en negro.
Cinco años después, si ese porcentaje se mantuviera, habría 7.200 millones de pesos en el movimiento del narcotráfico en el Gran Rosario. De aquellas cuatro bandas - Los Monos (foto), Alvarado, Luis Medina y Los Pillines- quedan en pie los segundos y los cuartos.
Como sucedió en Colombia, las pandillas comenzaron a subdividirse, a hacerse más violentas, pero menos poderosas en su desarrollo territorial. Hacia el año 2000 un ex jefe de Drogas Peligrosas sostenía que dos mil personas vivían del negocio narco en la Cuna de la Bandera.
Casi 20 años después esa cifra -no oficial- no parece haber disminuido. El problema es que, a pesar de un menor número de homicidios, las bandas -pandillas barriales que no tienen el poder de aquellas de 2012- demuestran que pueden matar cuándo y dónde quieren.
Diversidad de bandas pequeñas y contundencia asesina, matices narcopoliciales, impunidades empresariales y nichos de corrupción institucionales, parecen marcar el contexto en donde el enfrentamiento entre los Funes y los Camino muestra, una vez más, el verdadero drama.
El que proviene de la dificultad para vivir con dignidad, en medio de los persistentes agujeros negros que nos deja la desocupación y la precarización laboral.