Por unos instantes el país fue todo suyo. Salvo por aquello malo (muy poco pero preocupante) de un discurso en general bueno, lo que dijo parece ser el pensamiento real y profundo de Alberto Fernández, el flamante presidente de la Nación de los argentinos.
Se trata, claro, de un relato histórico como siempre viene siendo desde el Raúl Alfonsín de la república perdida, el pacto militar sindical, el tercer movimiento histórico y la democracia que educa, cura y da de comer (principio este último que, al final del discurso, con respetable humildad, Fernández promete intentar honrar en sus cuatro años).
El nuevo presidente se imagina como un neo Néstor Kirchner tamizado por la figura de Raúl Alfonsín, al cual en su discurso le dio casi más importancia que al propio Néstor. Su república perdida, a la que quiere volver, es aquella de la que se fue en 2008 cuando dejó el gobierno de los K.
Aunque no puede decirlo, no podría decirlo hoy, no tiene poder para tanto aunque alguna vez lo dijo. Él cree que la decadencia nacional del presente siglo comienza con su alejamiento del gobierno. Vale decir, que abarca enteramente la segunda gestión de Cristina y la presidencia de Macri. Pero en su alocución no le quedó más remedio -ante la atenta mirada de Cristina- que cargar las tintas sobre la gestión macrista como el chivo expiatorio que carga sobre sus espaldas la entera impericia de su propia impericia y la de Cristina, tan evidente y real como la de Macri.
Eso se puede ver cuando compara los malos resultados de la gestión del gobierno que se va con la de los años mejores que, en cada cifra, son los de 2005, 2006, 2007 y no pasa de allí. Su primera época de oro. Lo que vino después es silencio, salvo cuando empieza a gritar de todo contra Macri.
Del grupo de los peronistas no K cada uno tomó un camino diferente. Desde el principio, Pichetto se sintió identificado con el modelo globalizador macrista. Schiaretti siguió coherentemente siendo un peronista republicano antipopulista. Massa vivió los primeros años de romance con Macri y luego se peleó a muerte, pero podría haber terminado tanto con María Eugenia Vidal como donde terminó, en las fauces de una Cristina que lo sigue despreciando. Lavagna tenía más vanidad que proyecto demostrando ser un gran técnico con nula visión política.
Alberto Fernández, en cambio, hoy, de ser por él, seguiría siendo coherente a sí mismo: el hombre que criticó la segunda presidencia de Cristina tanto como criticó la de Macri, exactamente igual a ambas. Lo cual ni siquiera es contradictorio con el hombre que se amigó con Cristina en nombre de lo que los unía: la presidencia de Néstor. Lo que ocurre es que la utopía de querer seguir siendo coherentemente todo lo que fue, se topa con una realidad inclemente que inevitablemente lo obligará a negar al menos una parte de sí mismo si no quiere negarse enteramente. Porque se trata de un gobierno de poder compartido. Un gobierno que este discurso no refleja. De cómo resuelva esa crucial decisión se verá su temple político en las grandes ligas, algo que nadie tiene idea de cómo será y quizá ni siquiera él mismo.
La entrega de mando es un claro efecto cultural del tiempo que termina, de los cuatro años macristas en lo bueno que estos tuvieron: un dechado de correcta y sana institucionalidad republicana, a la cual, con razonable dignidad, Fernández se sumó dejando de lado todo sectarismo, lo contrario exacto de su compañera de fórmula con su mueca de desprecio y de sus militantes que no paraban de insultar.
Hace cuatro años la surreal, increíble y payasesca farsa acerca de la entrega de los atributos de mando y de los odios acumulados hasta el hartazgo por la grieta en su máximo esplendor, gestó un traspaso de lo peor que se vio nunca. Ahora, al revés, toda la transición fue un ejemplo de respeto republicano. Desde el primer encuentro entre Fernández y Macri apenas terminada la elección, pasando por una misa extraordinaria y finalizando con un valioso abrazo en un correctísimo traspaso de mando.
El espíritu albertista impregnó de principio a fin un discurso que parece todo suyo (ante la crucial incógnita acerca de cuánto de suyo será el gobierno que presidirá) y que está plagado de infinitas conformaciones de consejos, acuerdos y pactos. Algo que, si se tiene poder, puede ser una construcción en serio de consensos y políticas de Estado, pero que si se carece del mismo, no pasará de ser aquello que decía Perón: cuando cualquier propuesta se deriva a una comisión, es porque no se tiene la menor idea de cómo resolverla. Habrá que ver.
En política internacional fue Alberto bastante más moderado en relación con sus infantilismos anteriores que lo hicieron meterse en internas brasileñas o bolivianas y devino cada vez más tibio con su inicial condena a Venezuela. Ahora habló de autoritarismos, golpes de Estado y sublevaciones populares, al tiempo que propuso una estrechísima relación con Brasil. Todo bien.
Para el final, lo más preocupante de todo. Aquello en lo que Alberto no puede ser Alberto porque tiene que ser Cristina: la relación con el Poder Judicial y una reforma que promete ser por demás sospechosa.
Así como parece muy bueno clausurar la Agencia Federal de Inteligencia, medida que el gobierno anterior no tuvo el coraje de tomar, suena por demás grave adaptar el grito del Nunca Más al intento de obtener la impunidad de los procesados o presos por delitos de corrupción pública durante la era K. Lamentablemente, la parte más aplaudida por parte de los militantes de Cristina. La parte menos albertista de un discurso donde Alberto Fernández dijo, en todo el resto, lo que él quisiera ser si lo dejaran ser. Y lo dijo bien.