Tiene 56 metros de largo, y 2000 años de pasiones. Es el Muro de los Lamentos, símbolo universal de devoción y llamados a los cielos, el lugar accesible más sagrado para el pueblo judío.
Enclavado en la plenitud de Jerusalén, en el límite entre Israel y Cisjordania, el célebre paredón atrae a religiosos de todo el mundo, y también a los viajeros neutrales, los que aún ajenos a la efervescencia de los credos, aterrizan cautivados por su hechizo y por su historia.
Esa historia es la que agiganta la muralla (que en rigor llega a medir casi 500 metros, aunque el mayor tramo está tapado por edificios del sector musulmán de la ciudad). Reliquia que formara parte del Segundo Templo (el primero, el de Salomón, fue destruido a mano de los babilonios alrededor del 500 A.C), completamente reformado a principios de la era de Cristo por Herodes el Grande. La monumental obra enaltecía la fe judía, y materializaba el culto de los hijos de Abraham, la llama que según los líderes del movimiento persistiría allí para siempre. Pero otros planes amasaba el destino, impredecible y febril.
La revuelta y la respuesta
Por aquella época, la región que hoy constituyen Israel, Palestina y alrededores, era un estado independiente, que pagaba tributos a la todopoderosa Roma y sobrevivía entre malabares. Eso hasta que el imperio, en el año 6, decidió anexionar los terruños y convertirlos en la provincia de Judea. Las broncas acumuladas y la tensión, acabarían con lo que se dio en llamar la Gran Revuelta Judía (año 66), los paisanos alzando las voces y las azadas.
Y no tardaron en llegar los romanos, y a Jerusalén la asediaron como nunca antes se había visto. Primero las tropas de Cestio Galio, que hallaron una resistencia tenaz. Después las de Vespasiano y más tarde las de su hijo Tito. Esta última embestida, acaecida en el año 70, fue la definitiva. El saldo habla de destrucción masiva de la capital y de toda la provincia, de cientos de miles de judíos (acaso un millón) embarcados al más allá, y otros muchos a distintos rincones de Oriente Próximo y Europa, en lo que se considera el mayor éxodo de la comunidad hebraica conocido hasta entonces. Tampoco faltó la saña contra los emblemas locales, pura lógica de sometimiento, y allí cayó el tan sacrosanto templo.
Con todo, Tito resolvió que el muro occidental permaneciera en pie, para que nadie olvidara que con Roma no se juega. Los judíos, en cambio, prefieren decir que la estructura resistió por obra y gracia del señor.
Qué ver hoy
La gente se abalanza sobre el muro, y al tenerlo a la cara se le vencen las piernas. Mayoría de judíos, ultra ortodoxos muchos (los de las barbas, sombreros, oscuros ropajes y el mechón de pelo ensortijado que cae como una liana), reposan su frente en la roca, y oran, y le piden a dios y se lamentan, lamentan las peripecias vividas, las desgracias de su pueblo y del mundo. Lo explícito del acto viene en un papelito, que se mete entre las piedras, para que el mensaje llegue mejor.
También conocido en hebreo como "Kotel", el lugar es especialmente concurrido los viernes (en la previa del Shabat, día bendito para los judíos). Asimismo, es común encontrarse allí con Bar Mitzvahs (rito de iniciación de los hombres jóvenes, algo parecido a la comunión en la religión católica) y lecturas de la Torah.
Todo a la vista del Domo de la Roca, el santuario sagrado de los musulmanes que respira en el Monte del Templo o Explanada de las Mezquitas, bien cerquita, en el sector de Jerusalén perteneciente a Cisjordania.
Otra actividad que suelen llevar a cabo los visitantes primerizos es el recorrido por los túneles del muro, los cuales permiten aprender más sobre la interesante línea de vida del área y sus misterios.