Hace treinta años, cuando cayó el Muro de Berlín, estaba sumergido en la vorágine de una campaña electoral, en la cual yo era candidato, y casi no advertí la importancia del acontecimiento. Días después, recibí un sobre sin remitente que contenía una piedrecita minúscula de aquella muralla derribada por los ciudadanos de Alemania del Este, que por muchos años tuve en mi escritorio, como símbolo de la libertad.
Fue sólo un tiempo después, cuando leí el célebre artículo de Francis Fukuyama tomado absurdamente por los gacetilleros al pie de la letra como “El Fin de la Historia” (algo que nunca pretendió demostrar), que fui comprendiendo el valor simbólico de aquel suceso y las extraordinarias ocurrencias que, de alguna manera, representaba: la unificación de Alemania, el colapso y desaparición de la Unión Soviética, la conversión de China de una dictadura comunista en una dictadura capitalista, y, a fin de cuentas, lo de mayor trascendencia para el mundo entero, la muerte y desaparición del mayor desafío que había recibido la cultura democrática en toda su historia: el comunismo. Esto era lo que el libro (nacido de aquel artículo) de Fukuyama establecería con certera agudeza. Es verdad que, en su justa evaluación de las consecuencias de la desaparición del comunismo, no señalaba que en las democracias de nuevo convertidas en el único sistema capaz de garantizar la libertad, la convivencia en la diversidad y el progreso, surgirían otros demonios destructivos como el nacionalismo, el racismo, el supremacismo y sus inevitables consecuencias: el terrorismo y la acción directa.
Pero en la desaparición del comunismo, Fukuyama acertó. Los regímenes comunistas que sobreviven son caricaturas y espantajos del viejo sueño que desencadenó tantas revoluciones frustradas y por las que se hicieron matar millones de personas en el mundo entero. En América Latina, por ejemplo, durante medio siglo, jóvenes de un confín a otro confín se fueron a la montaña a construir el paraíso comunista, dando el pretexto ideal para que los regímenes militares se afianzaran y perpetraran las atroces matanzas que sabemos. Sólo ahora, el continente de las esperanzas siempre frustradas se da cuenta de lo equivocados que estaban aquellos imitadores de Fidel Castro y sus barbudos. ¿Alguien en su sano juicio cree todavía que Cuba, Venezuela, Nicaragua o Corea del Norte son un modelo a imitar para conseguir la justicia y el desarrollo de un país? El puñadito de fanáticos que se aferran a esta fantasía delirante son la mejor demostración de la irrealidad en la que viven.
Pasé buena parte del año 1992 en Berlín, como Fellow del Wissenschaftskolleg, un centro de estudios superiores, y fui muchas veces a recorrer lo que quedaba del famoso muro. Recuerdo el estallido -una explosión, literalmente- de cultura en la vieja ciudad, que tenía lugar sobre todo en las tristes y ásperas calles de la antigua capital de la Alemania Oriental, donde una muchedumbre de jóvenes de muy distinta procedencia hacían poesía, música, teatro, fundaban galerías y rodaban películas, dándole a la antiquísima ciudad una vitalidad creativa extraordinaria. La recobrada libertad estaba allí y parecía que obraría milagros tanto en el campo cultural como en la vida política. No ha sido así, por desgracia, pero no hay duda de que Berlín es la ciudad más interesante de Europa, o acaso del mundo, desde el punto de vista de la renovación y popularidad de las artes y las letras. Gracias a la caída de aquel muro y todo lo que ella vino a representar, Alemania, Europa y el mundo entero están mejor que en aquellos tiempos en que la URSS y sus satélites parecían avanzar de una manera irresistible sobre el resto de Europa.
La desaparición del comunismo no fue obra de sus adversarios. Por el contrario, hasta la subida al poder de la señora Thatcher en el Reino Unido, de Ronald Reagan en Estados Unidos y de Juan Pablo II en el Vaticano, los países occidentales se habían resignado a aquel fantasma, y lo expresó mejor que nadie el doctor Henry Kissinger, pocos meses antes de la caída del muro, con aquella frase lapidaria: “La URSS está aquí para quedarse”. Pues, no fue así. La URSS se vino abajo sola, por su incapacidad para crear aquellos paraísos que ofrecía el marxismo de igualdad, decencia, prosperidad, sumida en la pobreza, la corrupción, la dictadura, la soplonería, y, sobre todo, como predijo
Hayek en su famoso ensayo, por la imposibilidad total del sistema comunista de saber el costo de producción de mercancías en una economía que rechaza el mercado libre. Los espectadores de la maravillosa serie Chernobyl, en la que, como todos mentían en sus informes, nunca fue posible saber en qué consistió el terrible accidente ni cuántas fueron sus víctimas, tienen una idea aproximada de las razones por qué las sociedades comunistas fracasaron, parece mentira, justamente en aquella economía a la que Marx hizo la partera de la historia. El éxito que tuvieron en la aplicación del terror y la manipulación de masas tampoco duró mucho; al final, el rechazo frontal de sus víctimas, que llegó a ser el grueso de la sociedad, acabó por enterrar el sistema, que sobrevive sólo en ciertos engendros patéticos de la realidad latinoamericana y africana.
Cuando uno mira alrededor, resulta difícil aceptar que estamos mejor ahora que entonces. Para confirmarlo, basta echar un vistazo a los países que se liberaron de la órbita soviética, como los bálticos, Polonia, Checoeslovaquia, Hungría o la golpeada Ucrania, donde el oso ruso, ahora bajo la férula de Putin y en la vieja línea autocrática de los zares, se resiste a permitir que el país entero disfrute de la libertad y ha inducido a tres provincias a un secesionismo de factura rusa. Es precisamente en estos países escapados del comunismo donde la democracia se deteriora más rápido, por un autoritarismo con apoyo popular que significa un vaivén lamentable pues desnaturaliza la democracia y acerca a aquellas sociedades a las viejas dictaduras de triste recordación.
No debemos rendirnos a la desesperanza. Los síntomas de nacionalismo, que, con distintos nombres, como el Brexit por ejemplo, amenazan la cultura de la libertad, no van a acabar con la Unión Europea. Ésta, pese a los excesos de burocratismo de que es acusada, sigue siendo el proyecto más ambicioso y realista de un futuro en el que la cuna de la libertad que es Europa esté presente junto a los gigantes chino y norteamericano. En ella la democracia se nutre más que en ninguna otra parte de esos contenidos sociales indispensables para que la libertad, las elecciones, la prensa libre, no aparezcan como solitarios fenómenos en sociedades profundamente divididas por la desigualdad económica y exista una cierta igualdad de oportunidades en su seno. El nacionalismo es un cáncer, como demostraron el nazismo y el fascismo, y hay que enfrentarlo como al enemigo natural de la libertad -una tara antiquísima de la que, por lo visto, ni las más cultas y avanzadas sociedades están a salvo- como fuente del terror y el racismo en el que la libertad termina siempre pereciendo. Que lo diga España, por ejemplo, donde el secesionismo catalán ha sembrado el caos en un país que había asombrado al mundo, luego de la muerte de Franco, gracias a una transición en la que derecha e izquierda depusieron parte de sus ideales para salvar la coexistencia. Ese pacto ahora está roto, por culpa del nacionalismo, y el futuro de España es incierto.
Menos mal que pertenecer a la Unión Europea le impide precipitarse en un desorden político semejante al que produjo la Guerra Civil y la dictadura franquista.
Madrid, noviembre de 2019
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