Venezuela hoy le plantea un problema político pero sobre todo humanitario al mundo entero, ya que nadie tiene bien en claro cómo actuar frente a un sistema autoritario que además de conculcar los derechos humanos básicos, por otro lado ni siquiera es capaz de alimentar o de curar a la mayoría de su población.
Es que vivimos en una transición entre un mundo donde aún el nacionalismo hegemoniza políticamente hablando, mientras que a nivel tecnológico y económico casi todas las actividades se encuentran globalizadas, imposibles de ser conducidas o siquiera controladas por el Estado Nación. Por otro lado, asistimos a la degradación de muchas democracias debido a la demagogia travestida en un populismo de nuevo tipo por el cual, al principio se respetan las formalidades electorales pero se las va minando desde adentro hasta que dejan de funcionar las instituciones republicanas, al impedir desde la división de los poderes hasta la libertad de prensa.
Vuelcan todo el poder en un presidente que cumple funciones de un efectivo monarca con su oligarquía nobiliaria y su corte de adulones. Al final, cuando ya no quedan instituciones libres en pie, también se acaba con lo último que sobrevivía: el sufragio libre.
Ese es literalmente el camino seguido en Venezuela por el régimen autodenominado bolivariano. El sistema político venezolano aduce la libre determinación de los pueblos para cumplir con sus tropelías, pero el problema es que está matando de hambre a su gente y en nombre de una soberanía intencionalmente mal entendida, hasta impide que ingresen los alimentos y medicinas básicas otorgadas como ayuda humanitaria por infinidad de países.
Aún así, lo peor que podría ocurrir es una intervención militar extranjera, como de varios modos vienen proponiendo desde el trumpismo norteamericano, ya que eso, aparte de ocasionar un casi seguro baño de sangre, transformaría en víctima al victimario, vale decir al gobierno de Maduro. Además de que esa modalidad intervencionista jamás es la solución de nada, como se ha visto en Irak, mientras que suele ser apoyada por intereses económicos subalternos que buscan medrar con la desgracia de un pueblo en pos de la riqueza petrolera.
En el otro extremo, tampoco es posible un diálogo entre iguales, considerando al gobierno de Nicolás Maduro y a la oposición unificada tras Juan Guaidó como si fueran cosas parecidas. Toda vez que el chavismo propuso un diálogo fue para ganar tiempo, fortalecerse en el interín y luego no sólo no ceder nada, sino devenir aún más autoritario.
La única alternativa que por ahora parece bosquejarse es que sea unánime la exigencia de elecciones libres a la mayor brevedad posible con veedores internacionales de gran confiabilidad, como ocurría en la misma Venezuela bolivariana cuando Hugo Chávez sabía que ganaría legalmente las elecciones. Pero como dejó de serlo cuando su sucesor Maduro perdió rotundamente la elección legislativa que dió origen al actual Congreso opositor, la única institución legítima que hoy se mantiene dentro de ese sufrido país.
Debe acabarse cualquier tolerancia con el actual régimen como lo hacen por cuestiones ideológicas algunos gobiernos democráticos de izquierda, porque acá no se trata de un debate de ideas sino de una cuestión de supervivencia de millones de personas, a merced no sólo de un gobierno despótico sino absolutamente incapacitado desde el punto de vista de la gestión, para proveer los recursos vitales mínimos.
Es preciso, entonces, poner a funcionar instrumentos del nuevo mundo universalizado frente a estos restos anquilosados del pasado que disfrazan sus barbaridades bajo las banderas del nacionalismo y del progresismo, pero debe lograrse que el retorno a la democracia se haga en paz y lo antes posible.