"El Morocha": crónica de una muerte anunciada

Se estrena la obra inspirada en la corta y tumultuosa vida de Matías Cerón. Aquí, Pablo Arabena, pluma y director de la puesta, desgrana su ambicioso proyecto.

"El Morocha": crónica de una muerte anunciada
"El Morocha": crónica de una muerte anunciada

Tal vez nunca había llevado el chaleco antibalas que -decían- le cubría el pecho. O esa madrugada no lo tenía puesto. En agosto de 2003, en un patio de la Cuarta Oeste, El Morocha cayó tendido en un enfrentamiento policial. El miedo fundó el mito: con 16 años, el esmirriado Matías Cerón era, por esos años, uno de los delincuentes juveniles más temidos y buscados; incluso fue declarado Enemigo público número uno de la provincia. Cometió robos, asesinatos, al menos una toma de rehenes, y fue un gran escapista. Se decía, incluso, que lo habían visto al mismo tiempo en lugares distintos.

Dos años antes, en situaciones desdibujadas por el olvido, Pablo Arabena (actor de salas y de calle, escritor maldito) había comenzado a escribir sobre él: escenas sueltas, ocurrencias; nada hilado por la cronología ni el devenir real de los hechos. La génesis de "El Morocha", su obra, era tan desordenada como la vida en la que se inspiraba. Recién en 2011, aquellas ideas se volvieron materia: el texto concursó en el Certamen Vendimia y obtuvo la primera mención en Dramaturgia. Tal y como ocurrió con "Bella tarde", de Longo, el premio incluyó el montaje del texto dramático -además de la edición-.

Arabena trabajó durante todo el año, en las formas que asumiría la puesta en escena de "El morocha". Dos fueron las máximas en su debut en la dirección: fabricar, en términos de géneros teatrales, una tábula rasa propia; y resignificar hasta el hartazgo, la pregunta madre: "¿Para qué hacer teatro?" La tarea fue compleja: Arabena creó un lenguaje escénico, basado en cuatro calidades de energía; y un nuevo género teatral: el 'ilusionismo reflexivo'.

En medio hubo cambios de elenco, reprogramaciones y varios tragos amargos pero la historia, finalmente, habitó un escenario (el del Le Parc). Este domingo, tras su preestreno en la Feria del Libro, sube al teatro Independencia.

"¿Por qué claudicar en la idea de que el arte puede ser revolucionario?", interpela Pablo Arabena en tono retórico. Es miércoles y el calor se burla de los ventiladores; actores y director acaban de terminar el ensayo. En círculo, el elenco desgrana su ambicioso proyecto: fundar las bases de un nuevo género teatral. Ya el comienzo de su manifiesto suena extremo: "¡El realismo ha muerto!"

-¿En qué se basa tu tesis?

-Después de André Antoine (autodidacta, director, fundador del Teatro Libre en París), el impulsor de la concepción del teatro como un espejo, sobrevino la decadencia. Sin embargo encontró en Stanislavsky al profeta de un método de actuación al servicio de la ilusión real. Este profeta tuvo dos grandes discípulos: uno de ellos, Lee Strasberg, destruyó su profecía; el otro, Meyerhold (actor, director y teórico ruso), lo superó en siglos pagando con su vida la búsqueda degenerada de su arte. A él brindamos un profundo homenaje.

-¿Cuáles son las características del ilusionismo reflexivo?

-Es una digresión estética de las formas del realismo que han atravesado la tradición de nuestro teatro nacional. Tal digresión se dirige, básicamente,al uso del lenguaje.

-¿En qué sentido?

-No pretende reproducir en la escena la ilusión de la realidad como la hace el naturalismo o el realismo. Aquí, la reflexión nace de un hecho real y la ilusión queda supeditada al uso del lenguaje, que funciona en coordenadas poéticas como la alegoría.

Porque aunque "El morocha" esté sostenido por un amoroso y obsesivo acopio de información (crónicas policiales, anécdotas, material audiovisual), su nudo narrativo entrelaza fibras poéticas: el lirismo define el decir de los personajes; y son estos quienes resignifican su historia, en distintos sentidos y significados -la culpa, el perdón, el odio-.

La acción comienza el día en que matan a El Morocha pero se sitúa en mundo extraño, un laberinto habitado por un caracol y unos conejos.

Allí se despierta, con verbo extraviado y poético: "Este laberinto es demasiado triste para encontrarme con el resto de tu baba, es una doble condena (...) ¿Has tenido, alguna vez, la sensación de libertad? Yo la he tenido muchas veces. Esa libertad que sentía es la madre de todas las libertades. Creí que había encontrado la salida. Entonces fui avanzando pasillo tras pasillo y de pronto, en un rincón, me encontré con el resto de tu baba. ¡Qué terrible! Me sentí abandonado por la posibilidad de mi libertad".

-¿Qué te permitió descontextualizar el personaje y su historia?

-Creo que sacar un hecho real (la historia de Matías Cerón) de los códigos del realismo y ponerlo a funcionar en otro lugar, resignifica el hecho. Porque en este nuevo lugar (el laberinto) no se tienen los mismos valores (morales, éticos) que en la realidad; el hecho, entonces, es juzgado de manera distinta. Es, además, una forma de darle un discurso, una voz (poética), a quien nunca la tuvo.

-¿Es una forma de redimir el personaje?

-No, porque no creo en eso. Ni justificamos ni explicamos por qué robó o mató. Lo que planteo es ver las cosas desde otro lugar, pensar la cuestión con otros códigos, sin la carga de valores morales que ya están en el inconciente colectivo. ¿Qué es este laberinto? ¿Quiénes son esos conejos? ¿Y éste caracol? Si el arte puede movilizar, aquí lo hacemos desde otros códigos.

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