Por Néstor Sampirisi - nsampirisi@losandes.com.ar
La cancha de fútbol luce impecable: el césped bien cortado, los postes del alambrado perfectamente pintados de blanco, los arcos hasta con redes nuevas. La cancha de fútbol es lo único bien mantenido en ese caserío pobre de la ruta que lleva al norte, cerca de Sao Luiz de Quitunde. Suena a una metáfora.
Cuando los turistas llegan al nordeste brasileño es para nadar en las transparentes aguas de las piletas naturales que se forman cuando baja la marea y quedan a la vista los corales, mar adentro, frente a Maragogi. O para dejar caer la tarde en alguno de los bares de playa de Ponta Verde. O para recorrer Praia do Francés o la reserva natural de Praia do Gunga. La postal perfecta, casi el paraíso a la vuelta de la esquina. "Este es el Caribe brasileño" resume un turista que escapó de los 8 grados de Brasilia a los casi 30 grados del "invierno" nordestino.
Pero si se camina un par de cuadras más lejos de la costa en el centro de Maceió o se recorre la ruta que encadena pueblos hacia el litoral norte o el sur de la ciudad cabecera de Alagoas lo que se advierte es otra cosa. La casi absoluta ausencia del Estado y la inquebrantable desigualdad que arrastra Brasil desde el fondo de su historia.
Mientras la clase política y empresaria del país se desangran con los escándalos del Lava Jato y el Petrolao, en esos poblados la miseria se muestra sin pudor, como anclada, detenida en el tiempo. El espacio para la esperanza apenas si aparece en los relucientes templos de la Asamblea de Deus o de alguna de las tantas iglesias evangélicas que exporta Brasil casi tanto como sus telenovelas de la noche.
Los recientes datos del Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE) no alcanzan para explicar lo que se observa, aunque el organismo que releva las cifras oficiales desde 1901 revele que la secuencia de dos años consecutivos de caída de la economía sólo puede compararse con 1930 y 1931, como resultado de los coletazos por la crisis mundial originada por el crack financiero de los Estados Unidos.
De acuerdo con el IBGE, 2015 y 2016 fueron los peores años de la historia en términos de derrumbe económico.
La crisis política y la recesión brasileña frenaron la euforia en la que vivió el país entre 2004 y 2014 cuando, de la mano de los precios de las materias primas, todo Latinoamérica tuvo altísimas tasas de crecimiento. En ese lapso las políticas sociales y económicas implementadas por el ahora condenado presidente Luiz Inácio da Silva (Lula) sacaron de la pobreza a 28 millones de brasileños, según datos del Banco Mundial. Un informe del organismo divulgado en febrero pasado advierte que si el gobierno de Michel Temer no amplia en casi mil millones de dólares el programa social Bolsa Familia la proporción de personas extremamente pobres con renta per cápita inferior a 70 reales (unos 22,2 dólares), saltaría de 3,4% en 2015 a 4,2% en 2017. Eso significaría 2,5 millones de pobres más.
Y la región Nordeste sería la que más sentiría el impacto. Una estadística del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo con cifras de 2013, el pleno auge de la economía, con Brasil embriagado por el lucimiento que significaba organizar el Mundial de fútbol del año siguiente y los Juegos Olímpicos de 2016 ubica a ocho estados de esa región entre los diez con mayor cantidad de pobres del país: Maranhao (63,5%), Alagoas (59,7%), Piaui (58,1%), Ceará (54,8%), Paraiba (53,6%), Bahía (52,7%), Sergipe (52,1%) y Pernambuco (51,8%). Ni más ni menos que entre 7 y 5 de cada diez personas sumidas en la pobreza.
El contraste salta a la vista e impresiona. Tanto como la exuberancia de la vegetación selvática, los paisajes que suben y bajan y esa riqueza cultural que se traduce en la natural alegría brasileña. Amurallados y estrictamente vigilados condominios y resorts de lujo se multiplican en el mismo camino costero. Son las urbanizaciones donde viven quienes han logrado escapar a la crítica estadística y donde pasan sus días los turistas que pueden pagar la burbuja del paraíso frente al mar, en playas pobladas de cocoteros y con arenas casi blancas.
Ese es el desafío de los presidentes que acaban de concluir una cumbre más de los países del Mercosur. Angostar la brecha económica y construir sociedades más armónicas, integradas e igualitarias. Sería un error pensar que el desafío es sólo para la clase dirigente de Latinoamérica. Se trata de una encrucijada cultural que debe asumir el conjunto social con la mirada puesta en el futuro y sabiendo que cualquier cambio profundo y duradero se dará sólo en forma paulatina.
Roberto Firmino Barbosa de Oliveira es más conocido simplemente como Firmino. Actualmente juega en el Liverpool de la Premier League inglesa y en la selección de Brasil. Pero nació en Maceió y el mes pasado volvió a la ciudad donde montó un casamiento "a lo Messi" con invitados famosos, shows y fiesta hasta la madrugada.
Casi una década antes había dejado su modesto origen en las peligrosas calles del barrio Trapiche y el Clube de Regatas de Brasil para jugar en el Figueirense, otro equipo de la segunda división, pero del más opulento sur brasileño. De ahí lo captó un cazatalentos del Hoffenheim que lo hizo pasar, sin escalas, a la poderosa Bundesliga alemana. Para Firmino, una cancha de fútbol, lo único que reluce en los pobres caseríos nordestinos, fue la puerta a un futuro mejor.
Suena a una metáfora, pero es tan real. Sólo para un selecto puñado de chicos.