En 1922, con la modificación del Código Penal, la pena de muerte desapareció en Argentina. Hasta entonces fue vista de manera impopular y los casos en que se aplicaron tomaron enorme repercusión en la prensa. En este sentido a principios de 1902 la condena a muerte del soldado mendocino Evaristo Sosa, conmocionó a muchos y fue seguido por medios de gran difusión, como la revista porteña Caras y Caretas.
Se trataba de un militar de origen humilde que atentó contra la vida de un superior tras ser sometido a malos tratos. Hacía seis años que Sosa servía al ejército nacional como soldado voluntario. El 3 de enero de 1902 fue arrestado ebrio en un almacén “promoviendo desórdenes”. Trasladado inmediatamente a Campo de Mayo quedó a cargo del alférez Ramírez. Como sanción se le impuso un “plantón” -la obligación militar de permanecer en guardia sin relevo- de seis horas, aunque sólo cumplió tres. Tras ser liberado el mendocino enfureció, durante la madrugada se acercó a la tienda donde descansaba Ramírez y descargó sobre él su carabina mauser destruyendole parte del rostro.
Evaristo fue encarcelado y declaró que hirió al oficial que lo cuidaba porque éste lo castigó en “forma deprimente”. Ramírez, en tanto, se recuperó en el Hospital Militar. Tras el ataque el agresor terminó engrillado y condenado a muerte por el tribunal militar.
Pronto, la sociedad se movilizó para evitarlo, conscientes de que la reacción de Sosa podía ser producto de consabidos malos tratos que recibían los miembros inferiores del Ejército. Incluso un selecto grupo de damas porteñas solicitó el perdón al entonces presidente, Julio Argentino Roca. Pero no obtuvieron respuesta.
Mientras tanto, la prensa presionaba para que la ejecución no se efectuase. La sentencia se cumpliría de inmediato. Pocos días habían pasado cuando a las 5 de la mañana fueron a buscar al reo para comenzar con el calvario al que eran expuestos los miembros del ejército antes de ser fusilados. Se lo colocó “en capilla” bajo una carpa, así se llamaba al espacio que cualquier condenado a muerte ocupaba mientras esperaba ser ejecutado. Allí recibió la visita de un sacerdote y de sus compañeros, cada uno de estos momentos fue fotografiado por diversos medios para acompañar con la tenebrosa crónica al día siguiente. Faltaba media hora para ser ejecutado y mientras se despedía de este mundo llegó al cuartel el comandante Rostagno, secretario militar del Presidente de la República. “’¡El indulto!’, murmuró entonces la mayoría. No se equivocaban, Julio Argentino Roca decidió, a último momento, otorgar el esperado perdón.
Al confirmar su salvación "el pobre soldado se desplomó sobre un banco presa de una terrible crisis de nervios que alarmó a los médicos haciéndoles temer un síncope cardíaco -señala Caras y Caretas-, 120 pulsaciones por minuto tuvo en el primer momento, bajando después tan rápidamente, que fue indispensable aplicarle inhalaciones de éter para que reaccionara".
Sosa terminó meses internado con crisis mental. Al recuperarse, fue encarcelado y hacia 1909 trasladado al presidio militar de Ushuaia, donde trabajó como arriero.
Desde entonces, su nombre se pierde en la espesura de la historia.