Desde 1930 hasta la actualidad, la Argentina ha debido lidiar con la extrema dificultad de no poder construir un país estable política e institucionalmente hablando, lo que derivó en que tampoco lo pudiera gestar ni en economía, ni en cultura, donde las diferencias siguen siendo inconciliables. Hasta lo social, donde parecía haberse logrado un gigantesco progreso al proseguir las tareas de integración social aun en medio de las más brutales crisis políticas y económicas, voló por los aires en la década de los 70, cuando empezamos una “desintegración” social que nos llevó a los terribles indicadores presentes de pobreza.
Es que desde 1930 los argentinos apostamos al atajo: en vez de dejar que los procesos políticos culminaran, los interrumpimos siempre, con lo cual profundizamos la crisis en vez de solucionarla, porque lo que quedó pendiente se cobra su deuda frenando el progreso del país una y otra vez.
A la República gestada por los liberales y ampliada con los radicales, la interrumpió el golpe del 30. El del 43 cambió a liberales por nacionalistas y el del 55 a peronistas por antiperonistas. Los golpes a Frondizi e Illia, al acabar con dos gobiernos moderados, demostraron una intolerancia social elevada a su máximo exponente. El final de esa era en la que en vez de afrontar la realidad nos fugamos una y otra vez hacia el futuro sin culminar nada, fue el peor posible: el golpe del 76, el del exterminio masivo, cuando se pretendió borrar todo un país a punta de fusil.
Esto pareció terminar en 1983, pero sólo en apariencia. Ya no hay golpes en el horizonte pero la cultura política del atajo sigue incólume, como se vio cuando el peronismo no gobernó. Una democracia que no pudo hacerle culminar su gestión a dos gobiernos radicales y cuya sombra amenaza también al macrismo.
Es que así como los militares fueron los encargados de expresar el mecanismo del atajo, hoy el peronismo parece cumplir ese mismo papel. Y ni siquiera al modo de una conspiración conscientemente planificada. Sino como que la débil cultura institucional argentina, al no poder ofrecer respuestas políticas a las dificultades, al menor signo de enfermedad estalla sin dejar culminar ningún proceso de curación. Es mejor cortar una pierna antes que esperar el efecto de los antibióticos. El médico deviene literalmente un matasanos, como efectivamente fueron los militares (y sus aliados civiles) de 1930 a 1983. Un país donde una de sus partes se atribuye el poder de decidir quién sigue, quién no y hasta cuándo, es una sociedad destinada a no crecer jamás, a volver siempre al mismo punto de inicio, o aun más atrás.
El peronismo en democracia ha devenido ese mecanismo de censura y supuesta reconstrucción, aunque el remedio sea peor que la enfermedad.
El funcionamiento del mecanismo parece reconocer ciertas constantes. Ante el auge alfonsinista, el peronismo reaccionó criticando su propio pasado y gestando una opción parecida al nuevo radicalismo: la renovación peronista, que se alejó de la irracionalidad de su pasado. Pero en sus filas apareció un renovador que para ganarle al resto de los renovadores convocó a toda la irracionalidad de su pasado y con ella se impuso al resto de los nuevos, a los cuales luego sumó como meros gerentes nombrándolos ministros, intendentes o embajadores castrados de poder. Y mientras el peronismo volvía con Menem a apelar a su peor pasado, su columna vertebral, la CGT, no dejaba en paz al gobierno radical, gestando el clima de ruptura.
Claro que la crisis fue culpa del radicalismo, pero lo interesante para el análisis es ver cómo se fue gestando la opción que lo reemplazaría.
Una década después la historia se repetiría aún más dramáticamente. La CGT seguía en idéntico papel de guerra frontal contra el gobierno no peronista (como jamás lo fue con el menemismo aunque privatizara hasta las plazas) mientras el peronismo, aprovechando el clima belicoso creado por su columna vertebral y las impericias del delarruismo, ganaba las elecciones de medio término y con indudable ánimo desestabilizador nombraba a dos de sus hombres presidentes de ambas cámaras legislativas (cosa que por respeto institucional jamás hace la oposición) a fin de quedar como recambio si el gobierno caía. Lo que efectivamente ocurrió, y entonces, tal cual una iglesia laica, los obispos peronistas nombraron a un Papa transitorio que se encargó de liquidar a la vez a De la Rúa y al anterior Papa, pero para que volvieran exactamente los mismos, aunque con un nuevo Papa y un nuevo programa que decía negar en todo al anterior. Pasados los años, y a medida que se iba gastando también el kirchnerismo, Moyano, el de la CGT, se cortaría solo y piezas claves del mecanismo como Sergio Massa o Alberto Fernández se fugarían del seno partidario para ir a explorar otras costas.
O sea, cuando pierden una elección se dividen entre ellos para ocupar todos los espacios políticos posibles. Hay quienes desestabilizan desde el principio al nuevo gobierno no peronista, otros se muestran aliados u opositores racionales, mientras que algunos recorren las avenidas del medio.
Crean nuevos partidos, juran que ya no tendrán nada que ver unos con otros nunca más. Pero apenas el gobierno no peronista sufre su primer crisis, empiezan su tarea de acercamiento: Alberto Fernández toma un café con Cristina, Moyano pide tomarlo, Massa vota todo con los K. Y mientras todos los que dijeron ser antiK se vuelven a juntar con los K, Pichetto, el obispo mayor, va prefigurando el “nuevo” peronismo cumpliendo la misma misión que cumplió Duhalde una década atrás: la de ser el obispo encargado de cambiar de Papa, preparando el reemplazo de la anterior Papisa. A ver si logran destituir al mismo tiempo a Macri y Cristina, como antes lo hicieron con De la Rúa y Menem o con Alfonsín y Cafiero.
No es que lo hagan necesariamente a propósito, ni que lo planifiquen. Se trata de un mecanismo producido por las enfermedades institucionales argentinas, un mecanismo encargado de que todo siga siempre como está, que nunca podamos terminar nada para volver a empezar siempre como si no hubiera pasado nada, pero peor.
No tiene la culpa el peronismo en particular ni los peronistas en general, sino una Argentina que por la vía del atajo facilista prefiere repetirse una y otra vez antes de tomarse el difícil pero imprescindible trabajo de animarse a cambiar en serio.
Para ello, el mecanismo suele transformar a los que fueron las principales víctimas de la era anterior en los victimarios de la presente.
Es que en el mecanismo las piezas cambian de función y de lugar para que nada cambie.
Por eso es tan importante que este gobierno termine su mandato, para que el mecanismo comience al fin a oxidarse.