Jorge Sosa - Especial para Los Andes
El mal humor nos habita, es parte de nuestra forma de ser, aún aquel templado en las lides de la convivencia, con un buen prontuario en el trato con el prójimo, tiene sus bajones de mal humor cuando la alegría se le viene abajo como prenda íntima de señorita de vida licenciosa. Pero ¿Estamos en estos tiempos más malhumorados? Días atrás me encontré en la calle con un amigo y me confesó: "Estoy haciendo un curso para sonreír, pero hasta ahora he reprobado todos los prácticos." El mal humor parece ser una pandemia en nuestro país. Uno va por la calle y se cruza con semejantes que pasan más serios que chancho en limousine , más desconcertados que arañas en demolición, más preocupados que turco con hijo ñato. Algunos van hablando solos, y uno les mira los labios y las palabras que dicen comienzan con pe de mala palabra; es sorprendente la cantidad de malas palabras que empiezan con pe, tómese un minuto para pensar y va a ver la cantidad que encuentra.
Otros pasan con los ojos hacia el piso, contemplándose los zapatos, con la mirada hundida. Las malas contestaciones son habituales. El tipo reacciona mal; la amabilidad es una especie en vías de extinción; el "por favor" quedó tan olvidado como el "que le vaya bien". Se cambió saludo por gruñido, "gracias" por nada, "discúlpeme" por "se lo tiene merecido".
Los psicólogos se enfrentan todos los días con mufosos que van a tratarse la mufa, pero íntimamente no quieren salir de ella. Están tan acostumbrados a estar mufados que temen sentirse mal cuando se sientan bien. El otro día le dijo un paciente al psicólogo:- Usted no me puede cobrar a mí, en todo caso cóbrele a mi otro yo.- Hasta en los negocios cambió la cosa, ahora se dice: “el cliente nunca tiene razón.” Los mozos te atienden como si no les fueras a pagar el café, y algunos taxistas te reciben con esta pregunta: “¿Adonde cornos pretende usted que lo lleve, ah?”
El mal humor nos ha capturado, somos prisioneros de nuestras propias broncas; no podemos salir de nosotros mismos. Es lógico, el tipo vuelve a la casa después de laburar como un burro, con las presiones y las pálidas que encierra la rutina, y en la casa lo reciben con un alto así de facturas que están más vencidas que leche cosecha 1936. Entonces come con nervios y la comida le cae para la misma misma, se pone a ver televisión y se engancha con un noticiero que lo que menos hace es mostrarle la autopsia de un tipo al que atropelló un camión, cambia y ve un programa periodístico donde un político explica que a pesar del ajuste no va a haber mejora, vuelve a cambiar para ver una documental sobre el Holocausto, se dispone a ver una película y justo cae a “Perdidos en la noche” con Dustin Hoffman y John Voight que es más dolorosa que una muela con cinco caries.
Entonces larga todo y se acuesta y da vueltas y da vueltas en la cama porque le cuesta encontrar el sueño, y cuando lo chapa, cuando ya lo tiene groggy escucha ladrar a los perros y algunos pasos en la medianera y se pasa la noche desvelado, practicando levantamiento de brazos y ensayando la frase: “No nos haga nada, señor caco. Llévese lo que quiera y no nos haga nada”. Luis Boudín, un meritorio antropólogo francés, decía que “un pueblo feliz es aquel que trabaja feliz.” Ya no pretendemos tanto, Luis, ya no. Nos conformamos solamente con “ un pueblo feliz es aquel que consiguió trabajo”.