Por Julio Bárbaro - Periodista. Ensayista. Ex diputado nacional. Especial para Los Andes
En una sociedad capitalista cuesta imaginar a los empresarios como seres indiferentes frente a la estructura institucional. Más aún, uno puede afirmar que no existe una sociedad capitalista organizada sin la presencia de una sólida burguesía industrial. Si quienes realizan grandes inversiones son también quienes tienen mucho que perder, es impensable que actúen con indiferencia frente al poder político.
Claro que este nominar como “burguesía industrial” implica en sí mismo un debate, dado que para la izquierda el rico es un mal universal y para algunos sectores liberales es indiferente quién sea el propietario de la empresa, nacional o extranjero. En nuestra sociedad, recién ahora los empresarios están tomando conciencia y asumiendo que el valor de sus inversiones se corresponde con la calidad de las instituciones sobre las que están asentadas.
Alguna vez intenté interrogar a Domingo Cavallo sobre si existía algún ejemplo de país que habiendo vendido al extranjero todas sus empresas sus ciudadanos vivieran dignamente. Me duele cuando Macri visita al que se quedó con el “Lago escondido” como si hasta la misma naturaleza estuviera al servicio de los intereses comerciales. Lo mismo me agrede cuando deroga la ley que imponía un límite a la venta de la tierra. Necesitamos vender la producción no la estructura productiva.
La unidad europea es posible a partir de que cada uno tiene una cultura demasiado firme como para que termine invadida por el vecino. Allá, a nadie se le pasa por la cabeza que un grande digiera a un débil; ese mercado es común a partir de la decisión y la necesidad de respetar las particularidades de cada uno de sus miembros. Esto implica que la política es la que organiza a la economía, y no podría ser de otra manera.
Cada una de esas sociedades, con siglos sobre sus espaldas, con guerras y cicatrices, posee un sector productivo organizado que defiende sus intereses, que no casualmente son los de la misma sociedad en la que se desarrollan. A nadie se le ocurre que da lo mismo que los empresarios sean nacionales o no, que la identidad sea perdida a partir del poder de los negocios. Durante décadas nos dieron curso de libre mercado convencidos de vendernos su producción industrial sin asumir jamás la misma libertad para nuestros productos agrarios.
Libres donde son fuertes, protectores donde son débiles. Sociedades muy asentadas en sus convicciones y sus culturas como para dejarse llevar por el viento de la moda. Solo observar cómo nosotros perdemos o dejamos demoler nuestros edificios emblemáticos, o imaginamos que modernizar es imponer frívolamente la superioridad de lo moderno son ejemplos que denotan una falta de conciencia sobre la manera en que una sociedad forja su propia identidad.
Destruimos el Estado para terminar en manos extranjeras, empresas a las que ni siquiera logramos controlar para que no sigan dañando la misma estructura social. Cada supermercado destruye una cantidad de pequeños comercios y, con ello, una parte esencial de nuestra integración social. ¿Era eso necesario para ser modernos o simplemente un acto irresponsable que erosiona a nuestra misma forma de convivencia?
El Estado debe apoyar la iniciativa privada, que sin duda tiene dos enemigos, la burocracia oficial y la concentración privada. Si achicamos el campo de los comerciantes y productores estamos destruyendo la misma base de la sociedad. Debemos elegir espacios, y defenderlos, para los pequeños propietarios, no todo puede caer en manos de las cadenas, de lo contrario vamos a ir construyendo una sociedad en la que el resentimiento y la rebeldía nos impedirán vivir dignamente. El empresario nacional es aquel que tiene conciencia de las necesidades colectivas y se limita en su ambición a la defensa de esa misma necesidad.
Una burguesía industrial se hace cargo de educar en los valores del capitalismo, del esfuerzo y el talento, del logro como coronación del mérito, de unir el éxito económico a la virtud del triunfador. Una sociedad como la nuestra, en la que buena parte del éxito económico está ligado a la corrupción, solo genera resentimiento y se convierte en un camino al fracaso.
El caso del agro es ejemplar; antes estaba unido a la propiedad heredada y a la renta improductiva, esa era al menos la mirada mayoritaria. La Sociedad Rural carga sobre sus espaldas la entrada de Onganía en carroza y la silbatina a Raúl Alfonsín. Pero hubo un cambio enorme que la convirtió en uno de los pilares productivos y que supo gestar su propia tecnología de avanzada, exportable al resto del mundo, abarcando desde la siembra directa al silo bolsa.
Ese lugar de vanguardia no fue impuesto como imagen al resto de la sociedad, y esa culpa no es más que de los mismos virtuosos que no fueron capaces de generar su propia nueva y exitosa imagen. Ejercer docencia sobre las propias convicciones es una obligación inherente a todo sector productivo importante. Si los grandes productores y empresarios no se comprometen con la política no tienen derecho a quejarse de las debilidades de la misma estructura social.
A veces pienso que el sindicalismo terminó ocupando el lugar de burguesía industrial que otros dejaron libre. Algunos sindicatos, muchos, por acumulación de poder y riquezas y por la lealtad de sus afiliados, fueron los que ocuparon la defensa de intereses que, en otros casos, hubieran terminado en manos extranjeras.
Recordemos siempre que no fue Perón quien les entregó las obras sociales sino el mismo Onganía, y que Perón, en su retorno, intentó un proyecto de obra social única que el sindicalismo enfrentó para no perder sus prebendas.
Intentando una síntesis, los empresarios deben impulsar una democracia estable con instituciones fuertes dentro de las cuales puedan lograr darles seguridad a sus propias inversiones. Una clase dirigente es el fruto de un grupo humano que ubique los objetivos colectivos por encima de sus intereses individuales. Esa es la única forma de trascender. Estamos en un buen momento para intentarlo.