Cualquier balance sobre la era K tiene de entrada una dificultad, en sí misma reveladora del espíritu de lo que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner (CFK) llamó “década ganada”: el falseamiento deliberado de las estadísticas públicas a partir de enero de 2007, de la intervención del Indec.
Un primer indicador básico, el PBI, esto es, el valor de todos los bienes y servicios que el país produce, tiene distorsiones, pues la subestimación de la inflación hizo que en los últimos nueve años el Indec exagere sistemáticamente la tasa de crecimiento de la economía e incluso niegue las ostensibles caídas del nivel de actividad de los años 2009 y 2014.
Así, por ejemplo, las series del Indec afirman que entre 2002 y 2014 el PBI creció entre 92 y 108%, según se tomen como base las canastas de consumo y precios de los años 2004 o 1993. Pero la realidad está lejos de eso.
Un trabajo más confiable de las consultoras Broda, FIEL y Abeceb precisa que el PBI real será al fin de 2015 un 80% superior al de 2002 (cotejo sesgado hacia la exageración, pues se hace contra un pozo depresivo), 58% superior al del promedio de los años 1998 a 2002 (tal vez la comparación más justa) y 48 % superior al de 1998 (comparación sesgada hacia la subestimación, pues se hace contra un pico de la convertibilidad).
Son todos registros positivos, pero lejanos al espejismo oficial e incluso inferiores a la media latinoamericana. Ariel Coremberg, economista a cargo del capítulo argentino del Proyecto Arklems, un trabajo mundial coordinado por las universidades de Harvard y Groningen (Holanda) sobre la productividad de una larga lista de países, precisa que entre los “picos” del PBI de los años 1998 y 2013, la Argentina fue el país de América Latina que menos creció: 2,2 % anual, por debajo de la tendencia secular 1913/2013 e incluso del período 1987/98, que abarca los últimos años de la “década perdida” de la deuda latinoamericana y los primeros ocho de la convertibilidad.
A su vez, la “década ganada” tuvo dos etapas bien diferenciadas: hasta 2007 la economía creció velozmente, con superávits “gemelos” (fiscal y comercial), recuperación del salario, disminución de la pobreza, mejora de la distribución y desendeudamiento, porque la reestructuración de la deuda en default, cuya primera etapa se completó en 2005, significó “borrar” 67.000 millones de dólares del pasivo público y porque a fines de ese año Néstor Kirchner decidió el pago “cash” de 9.500 millones de dólares al FMI.
Ese pago se hizo con lo que el respectivo DNU llamó “reservas de libre disponibilidad”, preservando la idea de la convertibilidad de que las divisas del Central debían cubrir los pesos en circulación. Para pagarle al Fondo, se usó una parte de lo que “excedía” esa cobertura.
Fueron los años en que la economía crecía a “tasas chinas”. Fueron. Porque, como precisan Eduardo Levy Yeyati y Marcos Novaro en su libro Vamos por Todo, el crecimiento pasó de 8% promedio en el quinquenio 2003-07, a 4% en 2008-11 y a 2 % en 2012-13.
Y, luego, a caída del PBI en 2014, con levísimo repunte, por consumo a crédito, en 2015. En suma, en el segundo mandato de CFK la economía se estancó. Según las cifras del trabajo Broda/Fiel/Abeceb, el PBI de 2015 será apenas 1,4% superior al de 2011, lo que implica una caída de más de 5% del PBI por habitante.
Inflación y superávit comercial
A medida que el crecimiento se fue esfumando, la inflación se consolidó. De hecho, 2015 será el undécimo año consecutivo en que será de dos dígitos, tras registros de apenas 3,7% anual en 2003 y 6,1% en 2004, los únicos dos años en que convivieron alto crecimiento y baja inflación. La inflación acumulada en los 8 años de CFK es del 140%.
Algo más duradera fue la bonanza externa, sostenida por los altos precios internacionales de las materias primas alimenticias y un tipo de cambio inicialmente “competitivo”. En 2002, año de depresión económica, el superávit comercial, impulsado sobre todo por el derrumbe de las importaciones, había alcanzado el récord histórico de 16.661 millones de dólares.
En 2003, con el PBI creciendo a más del 8%, el superávit se mantuvo por encima de los 16.000 millones y en los años posteriores produjo excedentes de 1.000 millones de dólares por mes. El récord de superávit se volvió a batir en 2009, otro año recesivo: 16.886 millones de dólares. Entre 2003 y setiembre de 2015 la economía argentina produjo un superávit comercial de casi 160.000 millones de dólares. Tristemente desperdiciados.
Eso es, por supuesto, parte del pasado. Desde 2011, cuando superaron levemente los 84.000 millones de dólares, las exportaciones no hacen sino retroceder y este año la economía argentina venderá al exterior unos 25.000 millones de dólares menos que hace cuatro años.
Este año, el superávit según el Indec no llegará a los 2.000 millones y hay quienes detectan también allí el ocultamiento de algo peor: que el saldo ya viró directamente al déficit.
El desendeudamiento
La sangría de reservas es tributaria del descontrol fiscal, el Estado gasta hoy, por día, más de lo que en mayo de 2003, cuando Kirchner asumió, gastaba por mes, y la decisión del gobierno de recurrir a la Anses (la agencia que administra los fondos del sistema jubilatorio, reestatizado en 2008) y al Banco Central para cubrir sus obligaciones.
Porque así como en 2005 Kirchner tuvo el prurito de usar sólo reservas “excedentes” para pagar sólo a “organismos internacionales”, en 2010 CFK habilitó el pago a todo tipo de acreedores y jubiló el concepto de “excedentes”. Ahora son las que hay: aunque estén dibujadas e incluso no sean del Central. Se trata de desvalijarlo, a cambio de pagarés que probablemente el Tesoro nunca pague en divisas.
Tal es la pieza maestra del “desendeudamiento”: el gobierno debe menos a acreedores externos, a los cuales de hecho ya no puede recurrir, por el default técnico en que está por los litigios con los fondos “buitre”, pero debe mucho más a los internos, en especial, al Central (del cual depende la solidez del sistema bancario y de nuestra moneda) y a la Anses (el fondo que debe pagar las jubilaciones presentes y futuras).
Miguel Bein, el economista de cabecera del candidato oficialista, Daniel Scioli, puso números a la cuestión. Al 15 de octubre pasado, precisa en un informe reciente, la deuda pública argentina, tras doce años de “desendeudamiento”, es de 253.000 millones de dólares; esto es, más del doble de la deuda de 126.000 millones que el gobierno había declarado en 2005, al concluir la primera reestructuración de deuda.
Pero el diablo está en los detalles: 138.000 millones son deudas al Central y a la Anses, se le deben unos 20.000 millones y a otras cajas públicas (como el Banco Nación), 31.000 millones, a organismos internacionales (BID, Banco Mundial, Corporación Andina de Fomento) y 64.000 millones a acreedores privados.
Como esta última cifra “apenas” supera el 10% del PBI, el gobierno grita “desendeudamiento”. Ahora bien: suponga que un familiar muy endeudado, y con gente jodida, pide a padres, abuelos, hijos, primos, tíos, amigos, dinero para salir del paso y luego, en vez de achicar el saldo, lo va agrandando. ¿A usted lo tranquilizaría que ese pariente proclame a voz en cuello que “se desendeudó”?
Es cierto, en todo caso, que la economía creció la mayor parte de los años de la era K, que se crearon hasta cinco millones de puestos de trabajo, que los salarios aumentaron y que las jubilación mínima creció fuertemente.
Es la pintura de los años felices, cuando el “Modelo” se sostenía sobre los superávits gemelos, asentados en las prestaciones del complejo sojero, que aportaba el grueso de las exportaciones y una buena cuota de la recaudación impositiva.
Ese desarrollo político y social fue acompañado de medidas económicas antes impensadas, como la estatización del sistema jubilatorio y de Aerolíneas Argentinas (2008), del fútbol por TV (2009) y de YPF (2012), por mencionar los casos más paradigmáticos.
El empleo público
Aunque en su discurso inaugural, el 25 de mayo de 2003, Kirchner había pronunciado 29 veces la palabra “Estado”, hasta 2008 la vocación estatista del kirchnerismo había estado reprimida o canalizada, con disimulo, vía “capitalismo de amigos”. Luego se desbocó. Así, mientras el empleo en el sector privado se estancó, el Estado se transformó en un dispendioso dador de sueldos, ya que no necesariamente de trabajo.
Desde mayo de 2003 a diciembre de 2014, precisan Francisco Olivera y Diego Cabot en el libro Los platos rotos, empezaron a cobrar del Estado casi un millón y medio de personas, a un promedio de 346 nuevos empleados públicos por día.
Hoy se ven menos búsquedas de empleo en los avisos clasificados que anuncios de contrataciones en el Boletín Oficial, a menudo con denominaciones de varias líneas y, a menudo, la mención a un medida de excepción de requisitos, porque el elegido no los cumple. Amiguismo, clientelismo y nepotismo descarados.
Con todo, la agencia clave de la munificencia estatal es la Anses, que mensualmente paga más de 6 millones de jubilaciones y 1,4 millones de pensiones no contributivas. Si a eso se le suman 3,5 millones de empleos estatales (Nación, Provincias y Municipios) y diferentes programas sociales de ingreso, la cuenta arroja que cada mes unos 16 millones de argentinos reciben algún cheque del Estado.
Tanto en bruto como en perspectiva, esos 16 millones de cheques del Estado son una cifra asombrosa: casi duplica el número de empleos “en blanco” en el sector privado, unos 6,5 millones de personas y equivale al 75 % de los ocupados urbanos del país.
Pobreza
¿Sirvió al menos el aumento del número de empleos y de los salarios y jubilaciones más bajos para disminuir la pobreza? No demasiado. Es cierto que la pobreza se redujo hacia 2007 a 25,9%, menos de la mitad del 54% de la población que llegó a ser estadísticamente “pobre” en la medición oficial de mayo de 2002, en plena crisis de posconvertibilidad, cuando la producción, el empleo y los ingresos colapsaron y el golpe inflacionario post-devaluación puso una amplia franja de salarios (de los que tuvieron la suerte de no perder su trabajo) por debajo de la llamada “línea de pobreza”.
Esa rápida reducción, sin embargo, no conformaba a un joven economista, un tal Axel Kicillof, quien en 2008 señaló que “la pobreza sigue siendo uno de los grandes dramas de la sociedad argentina”. En julio pasado, un estudio del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina (UCA) precisó que entre 2007 y 2010 el nivel de pobreza se estancó y volvió a crecer a partir de 2011 y llegó a 28,7% de la población a mediados de 2015.
El estancamiento (y posterior reducción) del empleo y el constante avance de los precios están detrás del contraataque de la pobreza. El estudio de la UCA estimó que, hacia fin de 2014, el costo de la Canasta Básica Total para una familia tipo de un matrimonio y dos hijos era de $ 5.717, la llamada línea de pobreza.
Pues bien, de planillas de la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) publicada en marzo por el Indec, surge que el 50% de los trabajadores urbanos del país, unos 8 millones de personas, gana menos de $ 6.000 por mes, que otro 30% gana menos de 4.000 y que un 10 % gana menos de $ 2.000 mensuales. Se trata de millones de hogares por debajo o apenas por encima del umbral de pobreza. Sin reducción de la inflación, no habrá allí progreso sostenible.
La herencia
Kicillof, que el 20 de noviembre cumplirá dos años de gestión, fue el ministro de Economía más poderoso de Cristina Kirchner y también el de peores resultados. Desde su asunción, las reservas del Banco Central cayeron 5.800 millones de dólares, unos 17.000 millones si se descuentan los yuanes del canje con China, y el saldo comercial revirtió de un superávit de más de 4.300 millones de dólares a un saldo cercano a cero o incluso negativo en la actualidad.
Mientras, la actividad industrial se redujo 7%, el tipo de cambio oficial pasó de 6 a 9,60 pesos (devaluación nominal del 60%) y el blue o ilegal llegó a superar los $ 16. El principal logro de Kicillof es haber evitado el desarrollo pleno del desmadre que había propiciado con su desmañada devaluación de enero de 2014. Ese año, la inflación superó el 40 % anual, la más alta de la era K. Al mes siguiente, sin embargo, Axel empezó su política de provisión de “dólar-ahorro”, que le permitió sofrenar la estampida blue al costo de vaciar de reservas al Central mediante una insensata política de subsidio a los salarios más altos.
Así evitó que la inflación se espiralice, aunque no logró reducirla por debajo del 25 % anual. Esa política de “dólar (oficial) barato” recuerda a la que en su momento practicaron Martínez de Hoz (los años del “deme dos” en Miami) y Domingo Cavallo (con el uno-a-uno). Para combatir las tendencias recesivas de una economía anémica de inversiones, Kicillof le puso esteroides al consumo, mediante una política de gasto desbocado (este año, el déficit fiscal estará entre 280.000 y 350.000 millones de pesos, cerca del 7% del PBI, el más alto desde la década del ochenta) y estímulo al consumo, con planes como el “Ahora 12”, las llamadas “cuotas de Cristina”.
Vaciamiento de reservas, dólar prendido con alfileres, Banco Central técnicamente quebrado, litigios internacionales irresueltos, balanza comercial deficitaria y gasto público financiado con emisión e inflación, en combo con consumo privado adelantado a cuenta de “mañana será otro día” le sirvió al kirchnerismo para evitar que la crisis estalle en sus manos, pero deja una herencia envenenada.
El próximo gobierno, cualquiera sea, deberá atender esas cuestiones, al tiempo que afronta graves problemas de infraestructura (rutas, ferrocarriles, sistema eléctrico, etc.) y demandas sociales irresueltas aún en el contexto internacional más favorable que tuvo la Argentina en sus últimos 60 años. La solución, en palabras, es sencilla: se necesita una ola de inversiones y aumento de la productividad que no es claro de dónde saldrán.
Atrás habrá quedado el “Relato” y ya será una mejora hacer y decir bien las cuentas y volver a construir, aunque sea desde los pedacitos.
Reservas y dibujo
En mayo de 2003, cuando asumió Néstor Kirchner, el Banco Central contaba con U$S 11.374 millones en “activos de reserva oficiales”. El lunes 10 de noviembre de 2015 ese mismo ítem marcaba U$S 26.382 millones. Más del doble, diría un observador desprevenido. Pero también menos de la mitad de los casi U$S 54.000 millones alcanzados en 2010.
Pero lo peor es que son reservas “dibujadas”: incluyen más de 11.000 millones de un canje de monedas con China, unos 1.300 millones de origen similar que aparecieron, inexplicados, en las últimas semanas, 8.600 millones de “garantías” de los bancos privados por los depósitos de particulares en sus cuentas y más de 2.200 millones de “pagos” inmovilizados en virtud de sentencias judiciales.
Si también se despejan otras “reservas” dudosas, como los Cedines, los Lebac en dólares y un renglón de la “cuota” argentina en el FMI, el resultado, precisa el último informe del Estudio Broda, son reservas negativas por 1.691 millones de dólares. Ya no hay. Y se deben.