En el juicio que se está llevando a cabo contra el ex vicepresidente Amado Boudou y sus presuntos cómplices en el caso de la compra venta de la ex Ciccone Calcográfica, puede observarse un claro panorama de cómo se encuentra hoy la Argentina en su lucha institucional contra la corrupción sistémica que afectó a todo su tejido político, y que será muy difícil extirpar totalmente, o siquiera racionalmente.
Por un lado, que un dirigente político de tamaña entidad por la jerarquía de su cargo haya llegado al banquillo de los acusados es un mérito que debe realzarse cuando los argentinos estamos acostumbrados a que la impunidad sea la norma en casi todos los gobiernos, como -por ejemplo- puede verificarse en lo ocurrido durante las gestiones del presidente Carlos Saúl Menem, donde de las innumerables (y la mayoría de las veces más que bien fundamentadas) denuncias de corrupción pública apenas un par de casos llegaron a condena, entre ellas las de una extrapartidaria como la recordada María Julia Alsogaray.
Ahora parece que algo hemos avanzado. Grandes figuras del cuestionado gobierno anterior en esta cuestión están presos esperando sus juicios y hasta existen algunas condenas. Y de ocurrir algo parecido con el indefendible Amado Boudou, todo indicaría que se está marchando por el buen camino, aunque sea imprescindible profundizarlo muchísimo más.
Pero además de ello, es preciso que las actuales leyes sufran sustanciales modificaciones, porque en las mismas no están contemplados en su debida proporción los castigos a los delitos cometidos desde el Estado apropiándose de los bienes públicos. O al menos, no están preparadas para prever la gigantesca magnitud y envergadura de tales actos ilícitos que de hecho convirtieron a los hechos individuales en parte de un sistema corrupto en sí mismo.
Los abogados defensores de Boudou en sus alegatos no afirman que no hubo delito, sino, en todo caso, que no existen firmas o pruebas documentales de la participación en los mismos de su defendido. Aunque esté contundentemente probado de que el resto de los incriminados eran amigos personales del vicepresidente que jamás habrían podido por sí solos haber tenido acceso a tales tramoyas. Sin embargo, lo que se pretende es culpar a los que en el léxico popular se denominan "perejiles" dejando al principal responsable libre de culpa y cargo mediante las argucias legales que las leyes actuales facilitan.
Y no sólo eso, en caso de encontrarse culpable de la apropiación indebida de la imprenta a Amado Boudou, las penas que prevé la actual legislación son tan ínfimas que en muy poco tiempo saldría de prisión. Es tan breve el tiempo contemplado frente a tan graves delitos que incluso los abogados defensores ya se animan a sugerir que si el tribunal condena a su cliente, que le sea otorgado el derecho de la eximición de prisión.
Son muchos los delitos de los que se acusa al exvicepresidente Boudou, pero el de la imprenta es paradigmático, porque se trató de una operación en la cual toda la plana mayor del poder político de aquel entonces tuvo intervención. Desde el poder presidencial que le abrió las puertas a Boudou, en ese entonces ministro de Economía, para que cometiera el ilícito por supuestas "razones de Estado", hasta la alevosía con que Boudou "cumplió la orden" convocando a un conjunto de aventureros a los que le propuso hacerse ricos empobreciendo al Estado, la lógica consecuencia de todo este tipo de actos de corrupción. Contando, además, inevitablemente, con la participación cómplice de las autoridades impositivas sin las cuales la estratagema delictiva no hubiera podido tener lugar.
En síntesis, es necesario repensar toda la estructura jurídica, legal e institucional para que ese horrible crimen que es la corrupción pública sea castigado como se merece. Con prisión y devolución de lo robado.