La primavera de Quebec me trae a la memoria a mi primo Héctor y los juegos compartidos en el Bajo Lunlunta.
Era un niño imaginativo. Una vez, a nuestros 8 años, tomó una de esas gotas de savia que se forman en el duraznero y dijo: “Dulce de árbol”.
Eso, poco más o menos, es una realidad y una de las tradiciones más antiguas de esta provincia canadiense. El “Sirop d’érable”, en francés.. Su traducción al castellano es jarabe de arce. El “érable” no es en verdad un arce, se le asemeja muy poco. Es un enorme y muy hermoso árbol que crece naturalmente en Canadá y el norte de EEUU. Es especialmente abundante en Quebec. Su hoja aparece en la bandera canadiense.
En estas latitudes el otoño es brevísimo. Muy rápidamente, al finalizar el verano, los árboles se despojan de sus hojas y se concentran en desarrollar la
raíz para afrontar el durísimo invierno que se avecina.
En primavera, el proceso es inverso y, otra vez, muy rápido. Las raíces motorizan una savia azucarada muy abundante que sube presurosa para desarrollar una violenta foliación. Dura unas tres semanas y se verifica precisamente ahora.
Los antiguos habitantes de estas tierras aprendieron a recoger esa savia muy dulce y hervirla pacientemente hasta reducir su volumen en una proporción de cuarenta a uno. El resultado es una melaza dorada deliciosa, el sirop d’érable.
Esa especie de “dulce de árbol”, con el que soñaba mi primo. Tuve ocasión de participar de la colecta y ser testigo de todo el proceso que es muy sencillo. Se espera un día de “calor”, unos 2 o 3 grados bajo cero, después de una noche fría, de unos 15 bajo cero.
Cuando se dan esas condiciones, el érable produce mucha savia que es recogida por unos goteros convenientemente instalados. Es un simple tubo de 7/16” (unos 11 mm) de diámetro que penetra 2” en el tronco (algo más de 5 cm). La savia fluye por ese tubito y se recoge en recipientes de acero capaces de alojar unos dos galones imperiales (un poco más de 9 l). Es curioso que en esta provincia netamente francesa la población no pueda todavía, a pesar de los ingentes esfuerzos, desprenderse del sistema imperial inglés de medida.
Mi primera tarea fue recorrer el bosque hundiendo mis pies en la nieve, a veces más arriba de las rodillas, para recoger el néctar de cada árbol. Juntaba el precioso líquido en recipientes de unos 20 ls. que iba dejando a la orilla del sendero.
Periódicamente, la propietaria del bosque pasaba en una de esas motitos cuatriciclo aptas para la nieve arrastrando un carrito con un gran tanque en el que íbamos volcando la savia recogida. Al final de la jornada nos reunimos seis personas en lo que acá se llama "cabane à sucre" (cabaña de azúcar) donde se la procesa.
Las hay de gas propano, pero esta es de las tradicionales, de leña. El producto se filtra, se bombea a una cisterna ubicada a una altura calculada y de allí fluye naturalmente hasta la entrada de la caldera.
En tres rápidas etapas el agua excedente se evapora y el líquido adquiere un bellísimo color dorado, una concentración óptima y un sabor verdaderamente delicioso.
Recuerda vagamente a la miel, aunque el sabor difiere y es menos viscoso y más oscuro que una miel mediana.
Además del proceso, lo interesante es participar de una tradición posiblemente milenaria. A la llegada de Jacques-Cartier a la desembocadura del río San Lorenzo y el descubrimiento por los europeos del Canadá, hace casi 500 años, esa tradición era ya antigua.
Los vecinos vienen a colaborar convocados en el delicioso rito de la “minga”. Éramos seis personas, el matrimonio dueño de casa, otros amigos y yo, que me presentaba por primera vez.
Trabajamos duro en el bosque en un ambiente de gran camaradería y después, reunidos alrededor de la caldera, confortados por el fuego, encontramos tiempo para charlar, sin dejar de trabajar hasta obtener el producto final envasado en pequeñas latas de 540 cc y acomodado en cajas de cartón de ocho unidades. El todo hace, aproximadamente, un galón imperial y se vende entre amigos y conocidos pues este pequeño establecimiento, como muchos otros, no puede producir lo suficiente como para abastecer un supermercado.
Los hay, por supuesto. El “sirop d’érable” en su conjunto constituye una industria considerable en la que se cuentan algunos grandes jugadores. El mismo grupo trabajará gratuitamente en el bosque de al lado. Es la ley de la minga.
Mi única recompensa material por 60 km de ruta y cuatro horas de trabajo fue una latita del producto final.
La deliciosa tarde y la experiencia vividas valen mucho más y son, obviamente, lo que realmente me interesaba.
Casi finalizando la tarea, uno de los presentes me preguntó si quería probar un “medicamento”. Así lo llamó en francés, incluso me pidió que le dijera cómo se dice en castellano.
Rápidamente comprendí de qué se trataba pues otro colega estaba recolectando la savia caliente, apenas en su primera etapa de concentración, y mezclándola en un vaso por partes iguales con ginebra.
El resultado fue uno de los mejores “tés” que he gustado en mi vida. Dulce, reconfortante y estimulante, la ocasión para nuevos comentarios y bromas.
El sirop participa de muchos platos tradicionales de la cocina quebequense, algunos de ellos con carne asada, yo lo prefiero solo o para mezclar con cremas heladas. La carne sazonada con ese dulzor ofende mi paladar sudamericano.
Es cuestión de gustos y de tradiciones.