La importancia del Di Tella es innegable, especialmente como un espacio fermentativo dentro del arte argentino. Creo que el instituto, casi como un laboratorio, generó las condiciones para que se produjera una verdadera revolución en el campo del arte. Aparecieron muchas cosas nuevas tanto en los medios como en los soportes, los lenguajes y los materiales.
Lo más notable es que no fue en un contexto elitista (como suelen empezar las transformaciones en el arte), sino con la participación del público. Fue una institución que asumió los riesgos de convertirse en un espacio de cambios y se hizo cargo del desafío de lo masivo, pero desde una perspectiva no complaciente.
No es que pensara que el público debía obtener sólo satisfacción, sino más bien, debía confundirse, extrañarse, sorprenderse, replantearse cosas. Un verdadero laboratorio de ideas sobre todo dentro del campo específico del lenguaje del arte.
El Di Tella es también un emblema, porque encarna la puesta en sincronía del arte argentino, en consonancia con los cambios que estaban produciéndose en el mundo.
¿Es posible el surgimiento de otro Di Tella? Tendríamos que repensarlo desde otro lugar. En el contexto actual, que es completamente diferente al de los años 60. Pensar qué sería una institución interrogadora en el marco de la saturación de imágenes que conforman nuestra cultura. Pensar nuevamente las preguntas, tal vez desde un lugar más reflexivo. Es como plantearse qué haría Da Vinci en el siglo XXI.
Probablemente en Mendoza, lo más cercano al Di Tella, o el que más absorbió su influencia, fue el Museo de Arte Moderno. El MMAMM fue el que, históricamente, estuvo más dispuesto a los desplazamientos artísticos, a romper barreras, influenciado por artistas como Marcelo Santángelo o Emilio Renart, el propio Ramiro Quesada o los artistas del Grupo Poroto.
