El imperialismo socialista y sus víctimas

El imperialismo socialista y sus víctimas
El imperialismo socialista y sus víctimas

Hace dos meses se cumplió un importante centenario. Nada que celebrar trae consigo. Antes bien, hundimiento, tragedia y amargura para reflexionar. El 28 de junio pasado se cumplieron 100 años del evento detonante que poco después haría estallar la Primera Guerra Mundial: el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero al trono del Imperio austrohúngaro.

Sin duda, el hecho no es insignificante ni caprichoso como para no ser tomado en serio. Fue un casus belli. Otros hay, ciertamente, que no lo fueron, aunque se tengan por tales: el más famoso de todos, el mítico rapto o fuga de Helena por parte del príncipe troyano. Incluso entre los griegos (los más racionales) había sido precisamente eso: un mito. Los griegos tuvieron que conquistar Troya como para darse cuenta de ello: Helena, como narra Heródoto, nunca había estado en Troya (Historias, II, 118).

Con todo, si el asesinato de Sarajevo fue un casus belli, ciertamente no fue el verdadero desencadenante del conflicto. Como es ya sabido por todos, la principal causa, aunque subyacente, fue el imperialismo que venían ejerciendo desde hacía décadas las potencias involucradas: el imperio austrohúngaro, el imperio alemán, el imperio ruso y el imperio otomano.

Hoy día se denosta mucho el imperialismo británico y no faltan razones para ello pero se olvida que el alma del imperialismo británico no es la genuina Inglaterra sino la moderna Alemania, es decir, Prusia.

Todos saben hoy día qué significa el pacto Roca-Runciman, pero pocos qué se escondía detrás del entente Goyeneche-Himmler. Muchos hoy día sueñan con liberarse de una vez por todas de las cadenas de los piratas ingleses, pero pocos quizá han pensado que hace rato volvimos a botar de nuevo el demencial Barco de Paz de Henry Ford. Nos subimos a él y, atrapados, allí vamos mar a la deriva.

Los que todavía hoy día recuerdan que efectivamente hubo un imperio alemán, estarán rápidamente dispuestos a considerar su trágico final en el imperialismo nazi, sin olvidar su paso por las humillaciones de la Gran Guerra. Pero ¿alguien estará en condiciones de recordar su inicio nada feliz en el socialismo prusiano? Se engañan quienes piensan que la revolución rusa y el nacionalsocialismo o el fascismo no tuvieron un mismo padre intelectual: fue ése.

Antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, Chesterton pudo vaticinar con certeza las consecuencias de ese parentesco: “El prusiano ya puede cubrirse a sí mismo todo entero con águilas y cruces, pero, en la práctica, se lo encontrará codo a codo con la bandera roja.

En el futuro, el prusiano y el ruso se pondrán de acuerdo en todo: especialmente en lo que hace a Polonia” (The End of Armistice). Polonia fue, efectivamente, víctima por ser una pequeña nación, y a la que, desde luego, no le importaba ser otra cosa.

Los años han pasado y con la llegada del capitalismo, la tiranía de los trusts y las garras de sus buitres en actividad, es como si hubiéramos olvidado la gran verdad que efemérides como éstas nos obligan a revisar: la más profunda marca del imperialismo teutón es el socialismo. Y trajo la muerte.

Las cosas que nos pasan tienen su lógica, y si acaso no vemos casi lecciones que sacar de nuestra propia historia nacional, sería muy improbable no poder sacarlas de la historia mundial.

En honor de la república y todas sus instituciones representativas, tengamos el coraje de confesar: en los últimos años hemos querido ser socialistas (y hasta la fecha pocos indicios serios hay de que no lo sigamos queriendo).

¿Nos hemos equivocado? ¿En qué? Aquel mismo autor que supo descifrar fácilmente la natural asociación entre nazismo y comunismo, que amenaza el amor por la nación -es decir, el genuino ‘nacionalismo’-, también supo en su momento denunciar esa fundamental identidad de capitalismo y socialismo, que hace peligrar la propiedad: “El socialismo es un sistema que hace a la unidad colectiva de la sociedad responsable de todos sus procesos económicos, o de todos aquellos que afectan a la vida y la subsistencia esencial. Si se vende algo importante, lo ha vendido el Gobierno; si se ha donado algo importante, lo ha donado el Gobierno; si aún se tolera algo importante, el Gobierno es responsable de tolerarlo. (… )

Es tonto que los socialistas se quejen de que digamos que ello no tiene más remedio que ser una destrucción de la libertad. Es casi igualmente tonto que los antisocialistas se quejen de la brutalidad antinatural y desequilibrada del gobierno bolchevique al aplastar una oposición política.

Un gobierno socialista es aquél que en su naturaleza no tolera una oposición genuina y real pues es el gobierno el que provee todas y cada una de las cosas y es absurdo pedir al gobierno que provea de una oposición” (The Outline of Sanity).

En síntesis, el socialismo es imperialista por dos motivos: en primer término, sus ansias de acaparamiento, que se convierten en efectiva expansión y consiguiente homogeneización sobre lo que actúa; en segundo término, el repliegue sobre sí y consiguiente aislamiento: luego de haber deglutido lo máximo permitido por su extensión, el organismo social se cierra sobre sí, no admitiendo ya intercambio con las diferencias exteriores que lo importunan; no importa, pues, si para contradecirlo, o siquiera para discutir con él, como discuten los amigos.

En tal autoritaria postura, “reverso mismo de la anarquía, extremado entusiasmo por la autoridad”, las relaciones exteriores ciertamente se hacen sentir, pero ya no más con cara de buenos amigos.

A esas ideas socialistas nuestras, realizadas -nos guste o no- en la práctica política argentina, los poderes capitalistas le están haciendo ver su justo precio.

Al imperio del socialismo en el que vivimos con cara de argentinos sonrientes, como contracara de la misma moneda, le sucede el rostro adusto de un tal Griesa, cuyo poder ciertamente hoy en el mundo manda, con todo el arsenal del imperialismo financiero y todo el rigor de la ley.

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