Todos me lo decían. Sí, todos me lo decían y no les creía. Pocos días antes que desaparecieras para siempre te dio esa manía por preguntarme si te quería. Era una pregunta tonta ¿ cómo no iba a quererte? Y ahora que ya no estás y te has ido, sigo sintiendo lo mismo, te quiero y cuando te marchaste no supe que iba a hacer con todo este amor. Y no hice nada. No hice nada porque me quedé aquí encerrada entre estas paredes llena de libros polvorientos y cosas viejas. Me resulta difícil soportar sola los atardeceres. A veces veo tu sombra en la puerta de nuestra habitación y sé que no estás. La gente cree que desde que te fuiste me volví loca, ¿y que hay de malo si es así?, ¡se volvió loca de amor!
Tardé en descubrir que me engañabas. Fue un sábado, lo recuerdo perfectamente. Me dijiste que ibas a jugar al fútbol, como era tu costumbre desde hacia algún tiempo. Pasó a buscarte un amigo muy temprano, de mañana, había amanecido gris y garuaba. Pero igual te fuiste, salí corriendo para alcanzarte esa campera de nylon que compramos en Necochea, pero ya te habías ido. – No me esperes, llego tarde porque me quedo a comer un asado con los muchachos.
Y no sé por qué me senté en la hamaca que está en el comedor y me puse a llorar, recordando ese día que nos fuimos al río, lejos de la ciudad y nos quedamos debajo de unos carolinos que nos protegían de los rayos amarillos y naranjas que se filtraban entre las hojas de un otoño que no quería llegar. Extendimos el mantel a cuadros rojo y blanco en la hierba fresca y comimos unos sándwichs que había preparado la noche anterior. Repaso el sonido del agua fresca, tus caricias, las risas y que estabas increíblemente apuesto.
Pero me desconcentró en medio de mis recuerdos la campanilla del teléfono que llamaba desesperado. Atendí y solo me dijeron una dirección.
Me tomé un taxi, la zona la conocía bien, allí vive mi hermana que había quedado viuda hacía unos meses. Le dije al chofer que no se fuera y pude ver por el espejo retrovisor su mala cara, pero se quedó. No hizo falta tocar el timbre, al acercarme a la ventana se oía la voz de ella que hablaba entre jadeos diciendo – seguí, seguí - y pronunció tu nombre y vos susurrabas de placer, como nunca lo hacías conmigo.
Regresé al taxi y me quedé inmóvil, me faltaba el aire, no sé cómo supo el conductor que teníamos que regresar al punto de donde partimos.
En casa me puse a cocinar esos brownies que tanto te gustan, les puse como ingrediente especial el veneno para ratas que habías comprado en la ferretería de la esquina para matar a esa lauchita que andaba por el garaje. Cuando llegaste yo estaba acostada, entraste con cuidado, tratando de no hacer ruido. Fuiste al baño a darte una ducha. Te metiste a la cama y me abrazaste, olías a jabón y traición. Encendiste un cigarrillo que lo fumaste mirando el techo. ¿Qué pensabas? ¿Estabas recordando la explosión de su cuerpo? Seguramente, porque te miré cuando dormías y en tu rostro no había ni un dejo de arrepentimiento.
Al día siguiente te levantaste con hambre, desayunamos en el jardín, entre macetas, el jazmín del aire y las hortensias. No sé cuánto tiempo pasó hasta que caíste al piso retorciéndote del dolor. Pero, ¿qué es el tiempo?, ¿es un momento?, ¿es el paso al que estamos sometidos?, ¿ es real? No lo sé, ahora se llama eternidad.
Me senté como estoy ahora, en la hamaca, esperando. Te fuiste arrastrando hasta donde yo estaba y te aferraste a mi vestido negro suplicando piedad. Tuve que hacer un esfuerzo terrible para sacar tus dedos que se clavaban en mis brazos. Al lograrlo murmuré su nombre en tu oído, era la primera vez que miraba a la muerte cara a cara –Ayúdame por Dios. -¡Dios no existe! Es una ficción que nos inventamos para no hundirnos en la nada inmortal.
Llamé a la emergencia móvil. Estaba totalmente dispuesta a entregarme, pero el médico forense certificó en el acta de defunción: “paro cardiorrespiratorio”. Ahora que sigo sentada en la hamaca del comedor, rodeada de libros viejos y polvorientos, seca y rancia, me pregunto cómo voy a seguir viviendo con este amor.