Ocho manos se abalanzan a toda prisa hacia un gran plato de arroz, el primero que saborea una familia iraquí que consiguió huir de Faluya.
Aprovechando la ofensiva de las fuerzas iraquíes, Nasra Najm, su hija y sus nietos escaparon de los yihadistas que controlan esta localidad desde enero de 2014.
Tras haber caminado toda la noche para evitar ser vistos por hombres del EI, que impiden que los civiles salgan de Faluya, Nasra llegó junto a su familia al campamento de Amriyat al Faluya, donde se instalaron bajo una carpa.
Un plástico sirve de alfombra en el suelo y el calor es sofocante, pero Nasra y los suyos saltan de felicidad al ver un plato de arroz. “¡Soñábamos con esto! Ya ni siquiera estaba segura de que el arroz existiera. No podíamos creer lo que veíamos cuando nos dieron este plato”, exclama esta anciana, el rostro cubierto de tatuajes tradicionales.
Desde que las fuerzas iraquíes lanzaron una ofensiva para reconquistar Faluya, unas 3.000 personas han podido escapar de los suburbios de la ciudad, “cansados, asustados, hambrientos”, según el Consejo Noruego para Refugiados (NRC), que creó esta campamento.
Sus historias reflejan el cotidiano terrible de unos 50.000 habitantes atrapados en esta ciudad desde hace meses, bajo la mano de hierro de los yihadistas.
Maher Sahib, un hombre de edad media que también logró escapar resume la situación en una frase: “miren, antes pesaba 103 kilos, hoy 71”.
Todos los desplazados cuentan que no tenían arroz, un alimento básico en Irak, ni pan. “Teníamos que moler los carozos de dátiles para hacer harina que era terriblemente ácida”, cuenta Madiha Khudair, que huyó junto a sus dos hijas de una localidad cerca de Faluya.
Cuando cuenta su huida, a Madiha se le llenan los ojos de lágrimas. “Pusimos nuestros destinos en manos de Dios, recogimos nuestras cosas y nos fuimos. En realidad, corrimos. En un momento dado, vimos un camión con gente del EI y gateamos para que no nos vieran”.
Rasmiya Abbas, cubierta con un velo negro y con su nieto de cinco años en los brazos, cuenta que los combatientes del EI racionaban la comida entre la población, y guardaban lo mejor para ellos. “Hace poco, una bolsa de azúcar costaba 36 euros. A veces nos daban 250 gramos de arroz, apenas suficiente para hacer una comida para los niños”, dice.