El Guasón y la República - Por Francisco Javier Guardiola

Estamos viviendo algo así como la versión siglo XXI de la rebelión de las masas que avizoró Ortega y Gasset en 1929.

El Guasón y la República - Por Francisco Javier Guardiola
El Guasón y la República - Por Francisco Javier Guardiola

Un spoiler es quien anticipa una trama, un libro o una película. Se puede seguir leyendo este artículo sin temor a que le cuente el final del “Joker” o, en su traducción hispanoamericana, “El Guasón”, protagonizada egregiamente por el actor Joaquín Phoenix.

La intención de mis reflexiones no es la de hacer una crítica de cine sino, simplemente, montarme sobre la reciente obra maestra cinematográfica para traspolar ideas. La película está dirigida por Todd Phillips y seguramente ganará varias estatuillas en la próxima entrega de la Academia de Hollywood. Cada escena es una obra de arte: la música y cada movimiento parecen estar realizados con el cuidado propio de un obsesivo de los detalles estéticos.

No me parece antojadizo ni caprichoso unir al Guasón -el personaje enemigo de Batman creado por Bob Kane en 1940- con los acontecimientos que vienen sucediendo en Ecuador, Perú, Venezuela, Chile y, en cualquier momento, Argentina y Brasil, o también en Barcelona y en Francia.

No se trata de ideologías que claman por libertad o igualdad, ni de idealismos que buscan justicia para alcanzar un mundo mejor. Estos levantamientos violentos no han sucedido en Suecia, en Dinamarca, en Noruega, en los Países Bajos o Alemania, donde las democracias republicanas son fuertes. El Reino Unido del brexit y los EE.UU. de Donald Trump muestran aún resistencia a este fenómeno de violencia y luchan por controlarlo.

Se advierte que la rebelión no parece venir por derechas ni tampoco por izquierdas y, por supuesto, mucho menos por el centro. Da igual la geometría ideológica de donde provenga. El fenómeno ha prendido, como puede verse, en las repúblicas con un origen más o menos liberal, pero en sus versiones más precarias con sistemas democráticos más frágiles. Se trata de la rebelión de los perdedores, de los postergados, de los invisibles, de los que ni siquiera tendrán nunca sus quince segundos de fama. No es el grito que proviene de la libertad para ejercer derechos ni de la exigencia de la igualdad ante esos derechos. Ya lo dije, no viene por derechas ni por izquierdas. Es el grito de existencia de los que no tienen nada, ni siquiera -y sobre todo- cultura. Es algo así como la versión siglo XXI de la rebelión de las masas que avizoró Ortega y Gasset en 1929.

La suburra que vivía en los arrabales de la Roma imperial no tenía ni las cloacas ni la salud que disfrutaban los romanos residentes en las proximidades de los foros, ni tenían las comodidades de los patricios descendientes de los primeros etruscos que habitaban en las afueras de la ciudad, como si hoy dijéramos la zona de Pilar en Buenos Aires, o acá en Mendoza, en Chacras de Coria, o los barrios de Palmares y Dalvian. Mucha más pobreza y menos servicios tenían todavía quienes estaban alejados del centro de poder pero que vivían sometidos al imperio, como galos, godos, sajones, normandos, lusitanos, íberos y celtas. Estos directamente morían de hambre ante las puertas de Roma, o a manos de alguna peste o por el filo de las gladius de los soldados.

Por lo que sabemos -y lo hemos visto en tiempo real- las multitudinarias marchas en distintas partes del mundo, el Mouvement des gilets jaunes de Francia, los independentistas de Cataluña o las protestas en Chile, no tienen un contenido ideológico aparente y esperan por alguien que los represente. Allí estarán en primer lugar para llenar ese vacío, para cubrir esa orfandad, la Iglesia Católica, como ocurrió en Roma con la destrucción del mundo clásico entre los siglos IV y V d.c. o las iglesias evangélicas, sostén del reaccionarismo de Trump y Bolsonaro, o los grupos de izquierda y los populismos más o menos antirrepublicanos que habitan o vuelven por América Latina.

Sin embargo el reclamo es claro: la suba de impuestos y de algunos servicios, la pérdida del poder adquisitivo, y la brecha existente en la distribución de riqueza, parecen ser los motivos del descontento. Estas demandas no se exteriorizan en aquellos países de la órbita capitalista donde se construyeron sociedades más justas adelantándose siempre a los conflictos, ni tampoco se exteriorizan en países que tienen una férrea disciplina social o son simplemente una dictadura, como en Rusia, China, Corea del Norte o Cuba, en donde las libertades civiles, individuales y de tradición republicanas -como la libertad de expresión por ejemplo- no tienen lugar.

Cuando el gobernador electo de la provincia de Buenos Aires dijo que la gente trafica drogas porque no tiene para comer, no fue una descripción real, sino un recurso sólido y efectivo de campaña. Lo dijo porque le convenía, porque tal vez tenía una pizca -no mucho- de razón, pero, sobre todo, porque sabía que todos los pequeños narcotraficantes y delincuentes en general van a las urnas y votan como cualquier hijo de vecino y, si lo hacían, lo harían por él, ya que con seguridad el próximo gobierno no los perseguirá como sí lo hizo el gobierno de Cambiemos. El uso político de la posverdad, que es una versión tergiversada acerca de los hechos con el fin de convencer en un sentido determinado a un gran número de personas, resulta clave para quienes quieran aprovecharse de esta rebelión de los despojados de futuro, hasta de educación, pero con algunos hábitos de clase media.

Esperemos que los reflejos intelectuales del liberalismo político, bajo su antigua bandera de libertad, igualdad y fraternidad, aparezcan pronto para entregar una solución que otorgue una vida más al sistema ya que, de no ser así, podría pasar lo que sucede en la ficción de la película “El Guasón”, cuando una multitud de perdedores se convierte en una horda de fanáticos y, en cuestión de minutos, en una sola noche, decide romperlo todo.

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