Por Fabián Galdi, Editor Más Deportes digital - fgaldi @losandes.com.ar
La asociación entre el fútbol y el Estado en la Argentina se está acercando a un siglo de convivencia. Forzada o natural, pero ligada entre sí al fin. No es casual, tampoco.
Una relación simétrica entre el mundo del deporte y de la alta política recorre el mundo desde fines del siglo XIX, cuando el barón Pierre de Coubertin impulsó la refundación de los Juegos Olímpicos con el ingreso de éstos en la era moderna. De ninguna manera esto se trató de un hecho circunstancial o antojadizo.
Entre 1860 y 1890 se reformularon las prácticas deportivas masivas, muchas de las cuales venían desde la Antigua Grecia, se reprodujeron en el Imperio Romano y se fueron perfeccionando desde el Medievo en adelante.
Los británicos las reglamentaron y se apropiaron de su pertenencia como si hubiesen sido los inventores. Y en el Río de la Plata, los marineros ingleses introdujeron la práctica futbolística casi sin darse cuenta. El juego de la pelota con los pies asombraba a los criollos que se acercaban al puerto de la ciudad. La llegada del escocés Alexander Watson Hutton como director del Buenos Aires English High School implicó que por primera vez se conformaran equipos entre estudiantes y luego asociaciones de ex estudiantes, todos de origen británico.
Ya a mediados de la década del ’20, la explosión cuantitativa que generó la actividad futbolística obligó a que hubiera asociaciones que se fueron propagando por todo el territorio argentino. Nada de este fenómeno fue ajeno al gobierno de turno. Ya no se trataba de una simple actividad recreativa sino de una formidable herramienta de socialización.
Que hoy en día se observan los contactos estrechos entre los más altos directivos del fútbol nacional y la dirigencia política no resulta ni más ni menos que una resultante de un conjunto de normas, hábitos y costumbres que rigen este acercamiento por conveniencia. Y esto sucede desde que la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) se constituyó como tal a inicio de la década del ’30, quizá como una forma protocolar de blanquear la ligazón entre ambos factores de poder.
La irrupción del peronismo sentó las bases de una política de Estado que incluía al deporte como un emergente de la función social a partir de la inserción en todos los niveles educativos, especialmente los infanto-juveniles. Sin embargo, el fútbol profesional tuvo roces con el gobierno de Juan Domingo Perón y buscó mantenerse de manera equidistante, con la intención de demostrar su poderío y a la vez, consolidarlo. La huelga de futbolistas en 1948 fue un ejemplo claro de cómo el profesionalismo de los jugadores tomó distancia del Ejecutivo, hasta el punto de que las principales figuras migraron hacia Colombia, tentadas por las suculentas sumas de dinero que se les ofrecía en aquel país.
Ya tras el golpe de Estado de 1955, la proscripción de los dirigentes peronistas provocó una dispersión en la AFA, y los sucesivos interventores dejaron su huella por espacio de casi un cuarto de siglo. Casi inmediatamente después, la evidencia de cómo la dictadura utilizó la organización del Mundial 1978 como elemento de propaganda interno y externo sólo encuentra un paralelismo con los regímenes dictatoriales de Benito Mussolini a través del Mundial de Italia 1934 y el de Adolfo Hitler con los Juegos Olímpicos de Berlín 1936.
En la Argentina, favorecido por un fenomenal sentido de la intuición y de cómo haber encontrado un espacio libre para fortalecer su proyecto personal, la llegada de Julio Humberto Grondona en 1979 representó una bisagra para la dirigencia del fútbol nacional. Ni más ni menos que la llegada de una suerte de emperador hegemónico que supo blindarse por espacio de tres décadas y media como presidente intocable de la AFA.
El hombre que supo estrecharle la diestra tanto a Jorge Rafael Videla, Roberto Viola y Leopoldo Galtieri como a Raúl Alfonsín, Carlos Menem, Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner. Un todoterreno que gobernó a la usanza de un patrón de estancia y que generó un espacio de gestión en el cual estuvo protegido por la segunda línea, cuyos dirigentes eligió a dedo y le guardaron lealtad incondicional.
Sin su líder indiscutido, fallecido tres años atrás, el llamado grondonismo sin Grondona es el que ofrenda hoy sus directivos más hábiles para tejer y destejer alianzas, mientras se finge una división entre dos bandos en pugna como si no hubiera habido corrimiento de nombres de un sector a otro de acuerdo con la conveniencia del momento. En esas manos está hoy el destino del fútbol argentino. Y esta asociación de intereses parece gozar de buena salud cada vez más.