Hace muchos años, en una calurosa habitación de Pekín, tuve que soportar un severo regaño de boca de un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores de China. Mi falta: era editor de The Wall Street Journal, responsable de las secciones de opinión del extranjero del periódico y, al parecer, había insultado al pueblo chino por haber publicado el trabajo de una “conocida terrorista”, la valiente activista de derechos humanos uigur Rebiya Kadeer.
Tuve que apretar la quijada y morderme la lengua para no responder que un retrato del tirano mejor conocido de China, Mao Zedong, se exhibe frente al conocido lugar de una terrible matanza: la plaza Tiananmén.
Esta semana, ese episodio vino a mi mente cuando escuché en las noticias del 19 de febrero que el gobierno chino había decidido expulsar a tres periodistas de The Wall Street Journal asignados a China (dos estadounidenses y uno australiano) como represalia por el titular de una columna de opinión escrita por Walter Russell Mead: “China Is the Real Sick Man of Asia” (China es el verdadero enfermo de Asia). En un estilo que evoca mi propia experiencia, el Ministerio de Relaciones Exteriores emitió un comunicado en el que señaló lo siguiente: “El pueblo chino no está dispuesto a recibir a medios de comunicación que publican declaraciones racistas y difaman a China con ataques maliciosos”.
Cualquiera que lea la columna de Mead, tanto el titular como el cuerpo del texto, puede verificar que no hay ni un dejo de racismo en ella; eso sí, expone argumentos devastadores sobre la forma en que la epidemia del coronavirus ha expuesto la fragilidad del sistema chino en general. Además, quienes conocen el periódico The Wall Street Journal, saben muy bien que, al igual que The New York Times, aplica una estricta política de separación entre sus secciones de noticias y de opinión, lo que significa que los periodistas expulsados no tuvieron nada que ver con la preparación y publicación de la columna de Mead.
Claro que la precisión de los hechos no es muy importante cuando se trata de buscar un chivo expiatorio en la política, que es exactamente de lo que se trata este ataque. Por lo mismo, en vez de contradecir la idea general expuesta por Mead sobre las debilidades inherentes de China, la refuerza.
¿Cuáles son esas debilidades? Los demógrafos han identificado la decreciente tasa de nacimientos de China, el problema de envejecimiento de la población y la brecha de género. Los economistas subrayan su tambaleante productividad, sus estadísticas fabricadas y su gigante bomba de deuda. Por su parte, los analistas políticos citan las políticas cada vez más represivas de Pekín, que han provocado un mayor descontento desde Hong Kong hasta Sinkiang.
No obstante, la crisis del coronavirus dejó al descubierto una debilidad mucho más profunda: el régimen chino le teme a la información.
Precisamente por ese temor, como explicó mi colega Nick Kristof, el gobierno decidió ocultar las noticias del nuevo virus (y castigar a los doctores que hablaron del tema) cuando debería haber hecho todo lo contrario, y con rapidez, para poder contener mejor la propagación. En consecuencia, perdió tiempo vital para combatir el virus, con lo que garantizó la consecuente crisis global de salud.
Este tipo de comportamiento no es nuevo para el gobierno chino: cometió casi los mismos errores en el manejo de la epidemia del SRAS en 2003. El problema tampoco es específico de China: cualquier régimen que depende de la manipulación o fabricación de la “verdad” para sobrevivir terminará actuando de manera parecida. Es una de las razones por las que las interminables mentiras y declaraciones falsas de Donald Trump no solo son inmorales, sino también peligrosas. Cuando se pretende enterrar la verdad, esta no desaparece. Más bien, queda al acecho.
Por desgracia, el problema para los chinos es mucho más agudo, por la sencilla razón de que no cuentan con periodismo interno genuinamente independiente. Eso significa que la gente común y corriente no tiene acceso a información oportuna, precisa e integral... y tampoco sus dirigentes. Como resultado, se generan rumores, que pueden ser peligrosos, ignorancia, que puede tener consecuencias fatídicas, y errores de juicio, que pueden resultar catastróficos.
La medida en contra de The Wall Street Journal solo agravará los problemas del régimen, puesto que los artículos de las organizaciones noticiosas extranjeras por lo regular han sido esenciales para cubrir las omisiones y rectificar las distorsiones de los medios oficiales del país. The Wall Street Journal realizó parte del trabajo más revolucionario para exponer la escala de las catástrofes ambientales del país, del mismo modo que el Times expuso las dimensiones de la corrupción en la punta de la pirámide de liderazgo china. Otras agencias de noticias, en especial Reuters, han publicado artículos cruciales sobre la endemia de fraudes y estafas en la economía de China.
Si se elimina ese tipo de periodismo, los primeros en sufrir ceguera de información serán los dirigentes chinos. Todo dictador necesita una suscripción a The Wall Street Journal y al Times, aunque le envíen los periódicos, como en otros tiempos se enviaban las revistas obscenas, en discretos sobres color café.
Es posible que el régimen reconsidere su decisión de expulsar a los periodistas, o al menos les permita regresar sin muchos aspavientos en unas semanas. Líderes sabios, frente a una crisis monumental creada por su propia desconfianza irracional hacia la información, por lo menos aprenderían la lección de su locura. Por desgracia, es posible que en China exista una verdad todavía más atemorizante que el coronavirus: dirigentes insensatos.
Para ese mal, nunca se ha encontrado vacuna.