Ha sido de reconocimiento unánime por parte de todos sus participantes que la reunión del Grupo de los 20 realizada bajo la presidencia de Mauricio Macri en su país, Argentina, fue razonablemente exitosa, tanto en su organización como en calmar un tanto los nubarrones inmediatos que acechaban a la política internacional.
Quizá no fue tan importante en los contenidos del documento final porque las diferencias entre las potencias siguen siendo muchas, pero el solo hecho de haber logrado la firma conjunta de un compromiso de varios puntos es bastante mejor a la que se esperaba, que era la imposibilidad de cualquier escrito compartido entre los países miembros.
Además, que los dos principales protagonistas del gran duelo económico internacional, los Estados Unidos y China, hayan aprovechado su estadía en nuestro país para tomarse un tiempo en su supuesta guerra comercial para ver si es posible superarla, es otro aliciente que suma a la reunión del G20.
La Argentina tiene, entonces, razones para sentirse satisfecha con su aporte a la realización de evento internacional, sobre todo después de semanas donde nada parecía salirse bien a su gobierno y con una crisis económica que no acaba de terminar por la amplia magnitud de la misma.
Sin embargo, lo peor que puede ocurrir en estos momentos es caer en cualquier tipo de triunfalismo, la peor de todas las tentaciones que se podría adoptar. Lo que se debe hacer, en primer lugar, es un ejercicio de introspección para ver de qué modo se pueden trasladar las cuestiones que anduvieron bien a las que siguen andando mal, para que las primeras ayuden a mejorar a las segundas.
En ese sentido, no está de más recordar que a diferencia de la política interna, donde en casi todas sus áreas el gobierno de Macri hizo agua en más de una ocasión, en la política internacional Cambiemos supo manejarse con mayor destreza y, entonces, de algún modo, lo logrado con el G20 no es mero producto de la causalidad, sino en gran medida causa de políticas sensatas en la relación de Argentina con el mundo.
A diferencia de los años 90 del siglo XX donde los gobernantes argentinos se subordinaron a los Estados Unidos con lo que ellos mismos denominaron “relaciones carnales”, en la actualidad se está intentando un difícil pero necesario equilibrio entre las grandes potencias para que podamos negociar con todas sin ser portavoz de nadie más que de nuestros intereses nacionales, que son los objetivos esenciales de cualquier política internacional: defender en el mundo nuestra soberanía e identidad, integrándo el país al mundo todo lo que se pueda, pero siempre de acuerdo a las prioridades establecidas por la propia Nación.
Y a diferencia de la primera década y media del siglo XIX, se está tratando evitar caer en la tentación contraria a la de relaciones carnales: la de enfrentarse a todo el mundo en nombre de arcaicos nacionalismos extremados o de ideologismos sectarios. Hoy la
Argentina se propone ser parte del mundo como tal y pretende ser parte del pelotón de los aspirantes al máximo desarrollo en vez de postularse como el antisistema, que es la nada misma.
El presidente Mauricio Macri acaba de sostener que el mundo ha reafirmado el rumbo seguido por su gobierno, lo cual es opinable porque una cosa son las palabras y otras los hechos. Este país necesita inversiones de todo tipo y compromisos cabales de integración en obras, más que en declaraciones que siempre se las suele llevar el viento.
Por otra parte, lo más importante no es la reafirmación internacional de los rumbos internos, sino el replanteo nacional de todas las cosas que andan mal, aprovechando el empujón que nos puedan significar algunos reconocibles logros en política internacional.
Por eso es que sostenemos que este no es el momento de ponerse exultantes, sino de profundizar la autocrítica de todo lo malo que aún prosigue en un país con índices materiales muy preocupantes para ver si es posible hacer las cosas bien en todas las actividades en vez de complacernos con unas y deprimirnos con otras. Esta es otra oportunidad que tenemos los argentinos de demostrar que de una vez por todas hemos decidido salir del pozo de nuestra decadencia.