En la presente campaña presidencial se verifica con mayor fuerza, pero en realidad hace ya muchos años que esta es la tónica con la que se debate casi toda la política argentina: hablamos de la falta de propuestas y proyectos relacionados con el futuro.
Es como si los argentinos estuviéramos atados en un presente eterno y para colmo fundamentado en un pasado faccioso donde cada sector político rinde cuenta a una determina visión de la historia en constante pugna contra las demás. Con lo que el consenso no sólo no se obtiene para gobernar, sino tampoco para referenciarnos en lo que supimos ser. En ese ayer donde los conflictos de entonces, en cualquier país racional dan sustento a los acuerdos de hoy.
Si observamos la oferta política con la que los candidatos pretenden conseguir el favor de la ciudadanía, veremos que entre las propuestas mayoritarias una defiende el presente del pasado próximo y, al revés, la otra reivindica ese pasado anterior para oponerlo a los males de la actualidad. Y entre medio de ambas posturas (que son las que suelen identificarse como producto de la grieta, que es la nueva forma en que los argentinos procesamos -o mejor dicho no procesamos- los desencuentros de siempre) se postula una supuestamente tercerista cuya principal idea es la de considerar igualmente malos al presente y al pasado. O sea, se distingue más por atacar a sus adversarios que por proponer un camino alternativo. O, en otras palabras, el camino alternativo es no ser como los otros, aunque no se sepa que son en realidad ellos.
Es que si antes no nos ponemos mediamente de acuerdo sobre lo que en estos dos siglos de vida independiente hicimos con nuestros país, en sus yerros y en sus logros, es muy poco lo que se puede mirar al futuro si el pasado nos cierra la posibilidad de una visión compartida.
Los grandes países son los que saben sintetizar sus desencuentros históricos en un encuentro actual, en lo que se refiere al pasado vivido por todos. No es posible conservar las fracturas que nos impidieron progresar, siempre llega un momento en la vida de las naciones donde cansadas de guerrear todas las facciones se imponen una tregua y deciden observar más lo que las generaciones pasadas tuvieron en común que en contra.
Es que si antes no definimos lo que fuimos, será muy difícil saber lo que queremos ser, porque nos encontraremos sin un sólido punto de partida para seguir adelante.
Algo parecido podría decirse de la relación entre el presente y el futuro. Porque si a cada diferencia que tenemos (y siempre es saludable, en nombre del pluralismo, que existan diferencias para que la ciudadanía pueda elegir entre opciones reales y no meros cambios de nombres para ser todos los mismo) la transformamos en una lucha entre modelos de país, entre sociedades inconciliables dentro de una misma nación, también resultará imposible encarar la construcción de un porvenir que nos contenga a todos.
Al menos deberíamos acordar todos en lo que se refiere a las reglas de juego con las cuales elegir a nuestros representantes, porque muchas veces -y cada vez más frecuentemente- ni siquiera nos ponemos de acuerdo acerca del terreno en el que debemos encarar nuestras legítimas diversidades de ideas.
Es por eso que en esta campaña lo que mejor propone cada candidato es criticar a los demás. Ni siquiera los que se postulan como alejados de la grieta son capaces de postularse por sus proyectos superadores, sino por meramente prometer que no serán como los unos ni como los otros. Algo en lo cual es muy difícil creer si cada vez que un partido gana una elección hace todo muy pero muy diferente a como lo prometió.
En síntesis, que llegó la hora de proponer proyectos, propuestas, ideas. Llegó la hora de que cada uno hable de lo mejor que posee en vez de enfatizar tanto en lo peor que tienen los demás. Llegó la hora de tener un poco de grandeza.