El folclore de los idiotas

El folclore de los idiotas
El folclore de los idiotas

-Asesino no, ¡hincha!, señora. Nosotros podemos insultar a un jugador, ahorcar un referí, quemar una tribuna, pero sólo por un ideal. 
Enrique Santos Discépolo, en "El hincha" (1951)

Me desespera un poco que algo que escribí sobre algún vicio de nuestra vida nacional siga teniendo vigencia, siga siendo, a pesar de las advertencias, de los avisos, de las explicaciones, de las razones dadas (presuntuosa pretensión de intelectual, quizá) una gravosa presencia, una realidad impune, ampliada.

Esta reflexión sobre el escándalo del superclásico Boca-River aprovecha unos apuntes que datan de agosto de 2010 (supongo que con motivo de algún episodio similar) que se quedaron en eso, hasta hoy. Triste vigencia.

Está bastante claro que lo que sucedió el jueves pasado en la Bombonera no es precisamente la anomalía en un sistema que funciona correctamente.

En este sentido son patéticos los pedidos de sanciones del club y procesamiento judicial/castigo a los responsables directos de la agresión a los jugadores de River Plate.

Eso debería darse por supuesto. Pero resulta que no lo es. Y también resulta que el pedido es una buena muestra de lo mal que estamos. Porque lo que debería darse por supuesto de ninguna manera lo es, dadas las circunstancias. Lo que demandan los indignados de la hora se parece más a una necesidad de identificar culpables por vía expedita que de afrontar la gravedad y la vastedad del problema.

Voy a ahorrar al lector el catálogo de responsables, la larga cadena de implicados, la vasta red de actores sociales, políticos, deportivos, institucionales, involucrados en los bochornosos episodios del jueves. Para eso hay un sinfín de análisis, de estudios, cada uno con su perspectiva, con su apreciación del asunto.

Mi interés en esta columna es reflexionar sobre la agresión sufrida por los jugadores en el marco más amplio de referencias: el cultural. Definir el concepto de cultura es difícil. Yo la entiendo como el conjunto de las obras del hombre, tanto las materiales como las espirituales: ideas, creencias, símbolos, leyes, instituciones, relaciones, objetos, transformaciones del entorno natural.

En ese marco resulta revelador analizar un concepto que se emplea frecuentemente para referir el complejo de comportamientos, de ritos que rodea la práctica y el espectáculo del fútbol. Los periodistas se refieren a este complejo como “el folclore del fútbol”.

Pero ¿qué es el folclore? Un concepto es mucho más amplio que un repertorio de piezas musicales más o menos tradicionales de origen rural, que es como se lo entiende hoy. Folclore es una voz de origen inglés que sirve para definir el conjunto de tradiciones, creencias, costumbres, fiestas, manifestaciones artísticas de un pueblo: viene a ser una parte sustancial de lo que se conoce hoy como “cultura popular”.

Ahora bien: un elemento del folclore es algo que posee una valoración positiva, edificante, dentro de la comunidad que lo contiene. Es algo bueno, que puede ser compartido, que es digno de conservación, difusión y reproducción, si es el caso. El asunto, en realidad, es bastante más complejo y ambivalente, y está en medio el dilema del relativismo cultural, pero no vamos a entrar en ese asunto.

Si ese tipo de prácticas o creencias que se verifican en un entorno cultural determinado son lesivas a algunos de los miembros de esa comunidad o a la comunidad en su conjunto, entonces esas prácticas o creencias no pueden considerarse estrictamente “folclóricas”: son inmorales, ilícitas o criminales.

Esto nos permite volver al concepto del “folclore del fútbol”. Este folclore admite prácticas lícitas, que se ajustan a lo propiamente costumbrista popular, y otras que no lo son: la violencia física, la agresión, las prácticas delictivas asociadas al fútbol como deporte o como espectáculo.

Pero además existe una zona gris entre lo que es bueno y lo que no lo es, que siendo objetivamente reprobable, no obstante goza de la tolerancia, la benevolencia o la simpatía de los jugadores, los aficionados, los periodistas, las autoridades de los clubes o de los poderes públicos.

Por folclore del fútbol se entienden, en esta zona gris, prácticas que en cualquier otro ámbito se identifican inequívocamente como antisociales. El insulto sistemático a los árbitros, jugadores y adversarios. Las agresiones físicas leves, como los salivazos y la destrucción de mobiliario público, siempre en condiciones de anonimato o bien desde las vallas que protegen a los cobardes.

La masificación deliberada y voluntaria. La festiva celebración de vulgaridades y groserías, de los malos comportamientos deportivos del equipo propio. La tolerancia liviana a los abusos y las extorsiones de los delincuentes. La alcoholización o el consumo de estupefacientes.

En absoluto es algo nuevo. En el tiempo en que éramos chicos, cuando nos querían reprender por el mal comportamiento nos decían: “¿qué te creés? ¿qué estás en una cancha de fútbol?”. Desde hace mucho la cancha de fútbol es presentada como una “zona liberada” de buenos hábitos sociales.

Este mal comportamiento se ha trasladado a otras situaciones sociales en las que el fútbol es también protagonista. Más allá de los canchas, de los estadios.

¿Por qué adoptamos tan livianamente conductas de energúmenos frente a las transmisiones televisivas de fútbol? ¿Es un modelo la conducta del famoso Tano Pasman? ¿Por qué en esas situaciones -muchas veces en un entorno familiar- nos olvidamos de que somos ejemplo para los más chicos?

Podemos ir más allá. Desde hace tiempo en la Argentina se confunde la alegría del triunfo propio con el placer malsano que producen las derrotas de los rivales. La práctica lamentable de las cargadas, los “carteles”, los chistes en los que se hace burla de los rivales revela una incapacidad para experimentar alegría si a la vez no se incide en el malestar del adversario. Grave síntoma.

Ezequiel Fernández Moores explica que Marcelo Bielsa reconoce la competitividad del jugador argentino, pero observa que es producto del miedo a perder, ya que en la Argentina es más importante haber humillado a otro que haber ganado. ¿Realmente no podemos disfrutar sanamente de las victorias?

Todas estas miserias, todas estas prácticas lamentables, antisociales, regresivas son consideradas livianamente como el folclore del fútbol: un folclore de imbéciles, de idiotas (del griego “idiotés”: aquel que no se ocupa de los asuntos públicos sino sólo de sus intereses privados).

Lo cual sirve para explicar bien la situación en la que estamos.

Primero, que el deporte como práctica o como espectáculo no puede ser escuela ni ejemplo para nadie. ¿Qué aprenden los chicos que van a la cancha? ¿Puede ser, en estas condiciones, una actividad para toda la familia, de sana recreación?

Segundo, que con esos márgenes amplísimos de tolerancia y de complicidad, no es casual que el delito, el crimen en el fútbol sean imposible de erradicar. La teoría de las ventanas rotas también se aplica en este contexto. El mal es tan grave, está tan arraigado y difundido porque las grandes mayorías vinculadas al fútbol constituyen el caldo de cultivo ideal para que avance.

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