La pregunta ya no es si ocurrirá, sino cuándo y de cuánto. Tanto los economistas de cabecera del candidato oficialista, Daniel Scioli, como de los dos principales desafiantes, Mauricio Macri y Sergio Massa, saben que más temprano que tarde la economía argentina pasará nuevamente por una traumática devaluación de la moneda, de ésas que dejan marcas fuertes en el aparato productivo, en el empleo, en el salario y en la sociedad.
No se trata de una cuestión de preferencias o deseo. A lo sumo, lo que los candidatos querrían es que ese trauma inevitable ocurra antes del traspaso presidencial, de modo de que la sociedad vea, de un lado, la responsabilidad del actual gobierno, que generó una situación insostenible (mientras se empeñaba en negarla con discursos en cadena, endeudamiento disfrazado, envilecimiento institucional y mentira estadística) y, del otro, sea más generosa en la cuota de tiempo y paciencia para afrontar los costos del cimbronazo y las dificultades de la transición, mientras el nuevo gobierno hace las mínimas correcciones necesarias para que, hacia fines de 2016 o principios de 2017 se comiencen a ver los frutos de una eventual recuperación.
En la economía argentina del último medio siglo, señala un reciente informe de la consultora Federico Muñoz y Asociados, se pueden identificar tres períodos signados por el retraso cambiario: el final del Proceso, con Martínez de Hoz como ministro; la década de los noventa, en vigencia de la Convertibilidad, y los últimos años de kirchnerismo.
Se puede ver, si se quiere, cómo tres tándems presidente-ministro de Economía: Videla-Martínez de Hoz, De la Rúa-Cavallo y Cristina-Kicillof.
Más allá de las diferencias innegables entre estos períodos, en todos ellos parte de la sociedad disfrutó al menos durante un tiempo de una ficción de prosperidad al costo de condenar a la agonía a los productores de bienes transables (esto es, principalmente, la industria y el agro, y dentro de éste especialmente las diferentes producciones regionales).
La conclusión que emerge del repaso histórico es más bien ominosa. "Ninguno de los dos episodios previos de retraso cambiario terminó bien: tanto la tablita de Martínez de Hoz como la Convertibilidad implosionaron en sendas crisis financieras. El enorme desafío que enfrentará el presidente entrante será romper con este patrón histórico y encontrar la manera de superar el retraso cambiario sin atravesar una crisis", señala Muñoz.
Aunque, seguramente por consejo de los asesores de campaña, ninguno de los candidatos ni sus principales economistas quiere explicar frontalmente cómo enfrentará la situación, todos han reconocido el problema. Incluso, y es hasta paradójico, quien fue más brutal en ese reconocimiento fue Mario Blejer, uno de los economistas de cabecera del candidato oficialista, Scioli.
Blejer, un especialista en finanzas que trabajó décadas en el FMI y fue luego consejero del Banco de Inglaterra, dijo que en materia cambiaria "no hay gradualismo". Esto es, corregir la situación "de a poquito" puede ser una hermosa expresión de deseos, pero no es una opción real.
Lo mejor que puede esperarse es que, frente a una devaluación importante (del 25 o 30% para arriba), los precios no se desbanden del mismo modo y se produzca una espiral potencialmente hiperinflacionaria.
La Argentina viene de once años de inflación anuales de dos dígitos y en los últimos años el ritmo de aumento de los precios superó siempre el 25% anual e incluso en ciertos momentos de 2014 viajó a un ritmo superior al 40% anual. Kicillof logró desacelerar ese ritmo, precisamente, usando el "ancla cambiaria", el retraso del dólar respecto del resto de los precios de la economía.
Precisamente por eso, a diferencia de planes de estabilización anteriores, esta vez el "ancla cambiaria" no será una herramienta disponible. Tampoco estará disponible la posibilidad de atenuar el cimbronazo mediante un manejo "político" del precio de los servicios públicos (energía, electridad, agua, transporte); por el contrario, la eliminación, aunque sea parcial, de una gigantesca y corrupta bolsa de subsidios hará que estos sean un viento en contra.
A falta de esas "herramientas antiinflacionarias", el grueso del esfuerzo deberá recaer sobre las políticas monetaria y fiscal. El Estado deberá reducir en una medida significativa un déficit fiscal que este año se insinúa próximo al 8% del PBI, y del otro deberá financiar al menos la parte del déficit que no logre eliminar sin recurrir a la lisa y llana emisión de moneda, que es la causa más poderosa de su pérdida constante de valor. Esto es, de la inflación.
Para saber que el desafío no es sencillo, e incluso que es altamente riesgoso, basta mirar el trance por el que está pasando Dilma Rousseff. Más allá del efecto multiplicador del "Petrolao", el escándalo político y de corrupción que conmueve a todo Brasil, el desplome de la popularidad de Rousseff en el primer año de su segundo gobierno tiene mucho que ver con el ajuste económico que está llevando a cabo, con un tremendo costo económico y político.
Hasta ahora, el balance de resultados ha sido muy pobre: una recesión que carcome día a día su popularidad, un malestar que está haciendo implosionar la alianza partidaria en la que se sostiene su gobierno y, del lado positivo, una incipiente pero todavía timidísima reversión de la balanza comercial y en cuenta corriente de la economía brasileña, cuyas exportaciones comenzaron a repuntar en cantidades (no en valores, debido a la caída de los precios internacionales) y cuyas importaciones cayeron, permitiendo entrever que el sector externo se insinúe otra vez como un "aliviador" de la crisis.
Un aliviador en todo caso relativo, porque las dificultades en China y la expectativa de un aumento de las tasas de interés en EEUU le pesarán tanto a Brasil como a todas las economías sudamericanas, incluida por cierto la argentina.
No será sencillo. Pero es mejor, aunque cueste, afrontar los costos de una eventual recuperación que intentar en vano prolongar el engaño.