Carlos Salvador La Rosa - clarosa@losandes.com
A juzgar por el tenor de los debates que por todo el orbe ha generado el triunfo de Donald Trump, el fin de la historia preanunciado en los años 90 por Francis Fukuyama, llega a su fin. El fin del fin. El ensayista norteamericano de origen japonés conmovió a partir de su tesis de que con la caída del comunismo las ideologías morían mientras que la democracia liberal y la globalización capitalista pasaban a ser la única opción mundial, frente a las cuales sólo aparecerían por un tiempo resistencias particularistas (algunos nacionalismos y algunos fundamentalismos demodé) que poco podrían hacer contra el nuevo pensamiento único universal que encarnaba el progreso.
Por supuesto que la izquierda nostálgica del mundo que se había derrumbado salió en bloque a matar a Fukuyama, pero por más ruido que hiciera todo indicaba que la globalización era imparable y ellos sólo rémoras del pasado.
Los defensores del capitalismo, en cambio, salieron a glorificar la tesis del fin de la historia y se propusieron construir una humanidad a su imagen y semejanza, con una sola ideología: la liberal y una sola forma de organización política: la democracia occidental. La aceptación del capitalismo por parte de China o Rusia marchaba en ese camino. La democracia, en cambio, se impondría por las buenas o, si no, por las malas, como intentaron los Bush en Irak.
La más audaz expresión del fin de la historia la expresaron los gurúes de la nueva ciencia del “marketing” (una copia renovada de la vieja práctica del comercio internacional inventada por los fenicios para dominar el mundo mediante la compra venta de mercancías). El primer mandamiento del marketing lo decía todo: “Las nuevas tecnologías han creado un mundo tan radicalmente nuevo que ya no se puede aprender de la experiencia pasada. Hay que repensar todo de nuevo y desde cero”.
Pocos veces antes se tuvo tanta arrogancia en negar todo lo que el ser humano había construido a lo largo de su historia para pretender inventarlo todo de nuevo, y además hacerlo con vulgares técnicas de compra y venta de mercaderías devenidas en preceptos cuasi religiosos. Con la crisis mundial de 2008 estas ideas parecieron entrar en crisis, pero la soberbia de los nuevos fenicios siguió incólume a pesar de sus estrepitosos fracasos. El fin de la historia seguía vivo y coleando, pero sin embargo una imperceptible herida se venía desarrollando por los tejidos internos de la globalización.
El triunfo de Trump es la sumatoria de todas las resistencias a la globalización que se fueron gestando, por buenas y malas razones. Es también el retorno triunfal de la historia ya que toda la experiencia de miles de años que los CEOS y gerentes del marketing decretaron inútiles, hoy se hacen imprescindibles para entender los fenómenos políticos más recientes. Por eso es que en tantas crónicas actuales se hacen comparaciones con la caída del imperio romano, con el fin de la democracia griega, con la lucha entre la Edad Media y el Renacimiento, entre la religión y la razón, etc.
Ya no son meras resistencias particularistas contra la razón universal sino que la grieta prendió con fuerza inusual dentro de los ámbitos internos del imperio. Los bárbaros están penetrando con éxito en la moderna Roma, y para peor los bárbaros no nacieron fuera del imperio sino en el centro, el corazón del mismo. Nada de esto se puede entender sin leer historia, antigua o contemporánea, toda la historia, porque si antes todo parecía ser nuevo, ahora todo parece repetirse.
Más allá de las comparaciones un tanto obvias entre Trump con Calígula o con Nerón, más sutiles son las comparaciones con los griegos, en particular con la democracia ateniense, cuando un gran estadista como Solón, al ver que los viejos terratenientes eran desplazados en el poder por las nuevas oligarquías de las finanzas, intentó sintetizar ambos mundos.
Luego de las atrocidades cometidas por Dracón que quiso arreglar el conflicto a las patadas (como hicieron los Bush), Solón (como Obama) intentó pacíficamente unificar el mundo viejo con el nuevo para que el resentimiento de los viejos poderes desplazados y la absoluta ambición de sus remplazantes, no hicieran entrar en decadencia a Atenas. De alguna manera lo logró por su gran nivel de estadista, pero sabedor de que su remedio no sería para siempre, al retirarse pidió a los atenienses que al menos mantuvieran la armonía durante diez años hasta que se apaciguaran los conflictos.
Lamentablemente, a pesar de que a Solón le fue mejor que a Obama en eso de unir a sus conciudadanos, apenas se retiró los demagogos se apoderaron de la ciudad griega usando el resentimiento de los que habían retrocedido en la escala social.
En el corazón del mundo moderno, en EEUU -como en la vieja Atenas- ha surgido con toda su fuerza el conflicto entre dos concepciones civilizatorias que van más allá de un enfrentamiento entre izquierda y derecha. Esto que hoy ocurre es mucho más profundo que una grieta ideológica, se trata de una grieta de mentalidades: una derecha como la de Trump que reniega de la globalización y de la democracia liberal que propone el encerramiento, el proteccionismo y la xenofobia como alternativa. Una derecha que en lo esencial piensa muy parecido a las izquierdas antiglobalización.
Un conflicto parecido ya se dio en EEUU durante la posguerra. Allí también se enfrentaron dos mentalidades: la que quería pelear contra Rusia abriéndose al mundo convencido de la superioridad de la propuesta democrática liberal sobre la comunista. De allí surgió el Plan Marshall que llevó el capitalismo liberal precisamente a los que lo enfrentaron en la segunda guerra, haciendo de Alemania, Italia y Japón tres grandes países capitalistas.
Esa mentalidad quería pelear contra la URSS en su mismo terreno, a ver quién construía un mundo más parecido a sus ideales. El Estado de bienestar fue su más grande realización. Pero frente a esa tendencia estaba la que expresaba el senador Joseph McCarthy que propuso encerrar a los EEUU por temor a que el comunismo se infiltrara en su alma. Por eso en vez de ver potenciales liberales en todos sus enemigos como hicieron los defensores del Plan Marshall y del Estado de bienestar, vio potenciales comunistas por todos lados, incluso en los propios norteamericanos.
El macartismo es la expresión del peor EEUU, del que en vez de integrar tenía miedo de que lo integraran; el que decidió encerrarse en sus supuestas antiguas esencias por temor a abrirse al mundo, el agresivo, discriminador y xenófobo por rechazo a la mezcla de culturas. El supremacista blanco.
La gran diferencia es que en aquellos viejos tiempos postbélicos, el mejor EEUU se impuso sobre el peor logrando la reconstrucción de Europa Occidental y del Japón, convirtiéndolas en grandes potencias capitalistas y democráticas mientras que el macartismo se fue apagando de a poco en su propia cortedad de miras, en su visión reaccionaria de la vida. Hoy, en cambio, todo parece ser al revés. Al menos en el corazón de Occidente.