La caída del muro de Berlín fue el símbolo de la guerra fría y del conflicto Este-Oeste entre la alianza de la OTAN y el Pacto de Varsovia, conducidos respectivamente por las dos superpotencias herederas de la dominación sobre el fascismo: los Estados Unidos y la Unión Soviética. Sin embargo y desde 1945, no se había tratado sólo de una confrontación por el poder militar-estratégico y la dominación global. Fue el enfrentamiento desafiante entre dos modelos de acumulación -capitalismo y comunismo-, de sistemas políticos y culturales y de dos formas opuestas de relación entre Estado, sociedad y mercado. Contraviniendo los principios del realismo clásico, el bloque soviético y la URSS se derrumbaron sin el disparo de una bala de fusil. El académico norteamericano de origen japonés, Francis Fukuyama, escribió en 1992 un libro, The End of History and the Last Man, en el cual reflejó el pensamiento que ahora dominaba la ideología y la política en el mundo, suponiendo el triunfo de la democracia liberal y el libre mercado. El fin de la historia era éste. A partir de entonces, el discurso de los más importantes líderes del mundo, comenzando por George W. Bush, coincidió en la declaración de un nuevo orden global, más pacífico, más multilateral, de menos intervención, de democracia, defensa de los derechos humanos, fin de la proliferación nuclear y nuevas estrategias de cooperación internacional para cerrar la brecha entre los países ricos y los países pobres. Poco después se reformó la Carta de Naciones Unidas, que ahora permitiría la intervención en los asuntos internos de los países, bajo el supuesto de preservar los derechos humanos y civiles y convalidaba el nuevo orden, basado en el vínculo entre democracia y libre mercado. Casi sin advertirse, China comenzaba su extraordinaria expansión. Como un hecho sin precedentes en la historia mundial y del capitalismo, en menos de cuarenta años ese país pasaría de la periferia al centro; alcanzaría el sitial de segunda economía del mundo y comenzaría a amenazar a Estados Unidos con desplazarlo de la primacía económica mundial. A treinta años del inicio de aquel relato, el mundo se enfrenta a una etapa de crisis del orden liberal sin precedentes, desde lo que Karl Polanyi describió en su libro de 1944, The Great Transformation: The Political and Economic Origins of Our Time, que daba una explicación sobre las razones de la gran crisis económica, social y política que a partir de principios del siglo XX acabaría en Occidente con un período de cien años de paz, desarrollo económico y confianza en el libre cambio y el libre mercado. Lo que argumentó este extraordinario pensador austríaco era que el libre mercado -lo que ahora describimos como neoliberalismo- liberado a sus propias fuerzas, virtualmente destruía a la sociedad y si ésta, a través de la intervención de la regulación y el Estado no reaccionaba, el mercado auto regulado acababa con ella y con el propio capitalismo que en su versión más extrema era su origen. Como nunca antes, la concentración de la riqueza se extendió por el mundo, Paradojalmente las desigualdades no se profundizarían tanto entre los países ricos y los países pobres, sino que la interior de las sociedades nacionales. Ni siquiera Estados Unidos escapó al proceso de concentración interna de la riqueza. Tal como lo describiría Piketty en su libro Le Capital au XXI e siècle (2013) la tasa de acumulación que al amparo del neoliberalismo crecía más rápido que la economía, hacía que la desigualdad aumentara por todas las sociedades.
La caída de la Unión Soviética abrió el espacio para la explosión de nuevos nacionalismos, varios de ellos de características fascistas. Una ola de nacionalismo de extrema derecha comenzó a caer sobre Europa. El neoliberalismo se extendió por el mundo, incluso la República Popular China se acomodó a éste. La Unión Europea, subsumida bajo el poder de las dos superpotencias, ahora encontraba el extraordinario espacio liberado por el dominio soviético y extendió su poder económico y político primero sobre Europa Oriental y después sobre varias de las ex repúblicas soviéticas. Ese espacio le permitió ampliar sus mercados de consumo, de inversión y exportación de capitales. Como contrapartida, la UE se olvidó de América Latina, que pasó a ser nuevamente la región periférica del capitalismo central porque Estados Unidos se ocupó de dominar los espacios geográficos y políticos que abandonó la ex URSS. Poco a poco la ilusión de un mayor multilateralismo, de cooperación Norte-Sur, de paz y seguridad globales, fue cayendo bajo la dominación imperial de los Estados Unidos y la expansión del neoliberalismo. Washington y algunos de sus aliados de la OTAN, especialmente su histórico socio, Gran Bretaña, iniciaron una nueva etapa de intervencionismo global, del cual tampoco se privaron otras potencias europeas como Alemania y Francia. Así desintegraron a Yugoslavia; se intervino en Irak, más tarde en África (Somalia, Sudán, Libia), en Asia (Afganistán, Pakistán, Yemen), mientras Francia intervenía en Comores, Gabón, Rwanda, Djibouti, Somalia, Camerún, República Centroafricana, Congo, Guinea-Bissau, Chad, Libia, Malí, etc. Respuestas nacionalistas, religiosas, tribales y otras condujeron al mundo a un período sin precedentes de terrorismo, del que ahora ya no escaparían -tal vez para nunca más- las propias sociedades civiles. El fin del probable enfrentamiento nuclear entre las dos superpotencias no supuso tampoco el fin de la proliferación nuclear. Desde 1989 dos nuevos poderes se incorporaron a la primacía de la expresión militar: Pakistán y Corea del Norte.
Hobsbawm denominó como el corto siglo veinte a aquello que había terminado en 1990. Unilateralismo norteamericano y Consenso de Washington estimularon tendencias hacia la derechización de América Latina con políticas de simpatía hacia Estados Unidos, amigables con la globalización económica neoliberal, mientras la izquierda se hundía, sin propuestas alternativas, como consecuencia de la caída de los "socialismos reales". A la vuelta de una década, la concentración de poder político y riqueza condujo a las crisis. Venezuela, Bolivia, Ecuador, Brasil, Argentina, Uruguay y Paraguay retornaron o se volcaron a gobiernos de centro-izquierda la que no había renovado sus visiones de economía y política y que no tuvo respuestas frente al dominio de la República Popular China que comenzaría a ocupar los espacios vacíos dejados por el desinterés de Estados Unidos y la Unión Europea.
Así llegamos al presente. El mundo se ha transformado en un espacio geográfico inseguro: nadie sabe de dónde vendrá el próximo ataque o la agresión. El neoliberalismo y una centro-izquierda sin respuestas han facilitado el crecimiento exponencial de la desigualdad. En este escenario, no es de extrañar que nuestra región enfrente, en distintos países, horas muy aciagas. La historia de fracasos se llevó también todos los proyectos de integración y cooperación y los que quedan, como el Mercosur y la Alianza del Pacífico, se enfrentan a las decisiones de aquellos poderes de los que dependen: Brasil y México. Ha sido el fin de la ilusión.