Haber puesto fin a la ley de emergencia económica es muy positivo ya que era inadmisible la vigencia de la tan cuestionable delegación de facultades realizada por el Congreso Nacional, que hoy las recupera para beneficio del buen funcionamiento de la República.
La Ley Nº 25.561, de Emergencia Pública, confirió verdaderas facultades extraordinarias de legislar a favor del Poder Ejecutivo. Fue sancionada el 6 de enero de 2002, cuando la crisis política, institucional y económica había provocado en pocos días la renuncia del presidente Fernando de la Rúa, el paso fugaz por el cargo de Adolfo Rodríguez Saá y Ramón Puerta, para desembocar en la designación por el Congreso de Eduardo Duhalde, a fin de concluir el periodo truncado en diciembre.
La ley, de amplitud inédita hasta entonces, comienza estableciendo que en los términos del Art. 76 de la Constitución Nacional, se "declara la emergencia pública en materia social, económica, administrativa, financiera y cambiaria, delegando en el Poder Ejecutivo las facultades comprendidas en la presente ley hasta diciembre de 2003".
El plazo de vigencia de una ley que delega facultades extraordinarias es muy crucial, porque esa delegación sólo se justifica por un plazo limitado, en lo que debe considerarse un verdadero estado de excepción.
Esas facultades extraordinarias alcanzaban a asuntos como fijar el tipo de cambio entre el peso y las monedas extranjeras, establecer las retenciones a las exportaciones de hidrocarburos, fijar tarifas y renegociar contratos de servicios públicos en manos privadas, regular precios de la canasta básica.
Desde entonces se ha venido prorrogando la Emergencia y las facultades en materia de Presupuesto se han ampliado aun más. Durante el gobierno del matrimonio Kirchner el Congreso las prorrogó, a requerimiento del PEN.
Decíamos ya en esta columna hace cinco años, cuando se pedía la prórroga, que así como podía justificarse, en enero de 2002, que el país se encontraba en una situación de emergencia, excepcional, y por lo tanto con las restricciones de la norma constitucional citada se podía delegar poderes en el Ejecutivo, ya los argumentos no eran aceptables. Menos aún por parte de un gobierno que se ufanaba proclamando la "década ganada" y haber terminado con la pobreza o logros semejantes.
Pero una de las cuestiones más delicadas de la norma que se prorrogaba tiene que ver con el manejo de los recursos presupuestarios y la relación con las Provincias.
Las facultades de manejo discrecional de los recursos fiscales, tanto de la ley original como de otras normas que ampliaron esas facultades, convierten en un eufemismo decir que se ha sancionado un Presupuesto de Gastos y Recursos. Ambos son modificados cuantas veces convenga al Gobierno.
Es posible que este sea uno de los daños mayores provocado por la Ley de Emergencia: el kirchnerismo adoptó la práctica de subestimar groseramente la estimación de recursos a recaudar y de ese modo dispuso a su antojo cuantiosos excedentes, que distribuyó discrecional y arbitrariamente. Fue un arma poderosa de sometimiento a gobernadores y, en una práctica inédita, a cientos de intendentes.
Pocas normas han contribuido más a la destrucción del federalismo y la consagración del poder unitario como la Ley de Emergencia. Ahora por fin el Presupuesto nacional vuelve a tener sentido, no podrá ser alterado a conveniencia política del PE.
Los costos pagados por el país por los incumplimientos de decenas de contratos y marcos regulatorios de los servicios públicos, del tipo de cambio, de la pesificación de los depósitos y de deudas de las empresas han sido siderales.
No sólo las sanciones impuestas por el Ciadi que estamos pagando, sino la pérdida de una oportunidad de aprovechar una coyuntura económica internacional, que hubiera permitido al país dar un gran salto hacia adelante, pero en lugar de ellos dimos un gran salto hacia atrás.
La Ley de Emergencia repugnaba al espíritu de la Constitución Nacional, su final es muy saludable.