Soy un optimista constitutivo, y como el doctor Pangloss de Voltaire creo que finalmente todo será para bien. Pero cada cierto tiempo choco con la Argentina realmente existente, y además de desilusionarme, me siento extraño, ajeno y un poco solo. Esto me acaba de ocurrir ante la reacción generalizada que suscitó el fallo de la Corte Suprema relativo al 2 por 1. Lo que en mi opinión fue un fallo luminoso, despertó no solo un rechazo muy amplio sino, peor aún, pocos apoyos explícitos.
¿En que otras situaciones recuerdo haber chocado con un consenso tan amplio? Una de ellas fue en 1979, cuando el gobierno militar lanzó la consigna "Los argentinos somos derechos y humanos", como réplica a la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
La denuncia de la "conspiración antiargentina" fue exitosa. Se pegaron cientos de miles de obleas; casi todas las organizaciones sociales y profesionales repitieron la fórmula del gobierno; el relator deportivo José María Muñoz convocó a unir el repudio a los intrusos con la celebración de una copa mundial de fútbol. En suma, la "argentinidad" afloró en su máxima expresión.
Pero a la vez mucha gente, desafiando la represión, concurrió a entrevistarse con la Comisión, y eso alcanzó para que otros muchos, pese a ser una minoría, nos sintiéramos confortados y seguros, como Pangloss, de que al final triunfarían la verdad y el bien.
El 2 de abril de 1982, con la invasión a Malvinas, las cosas fueron más difíciles. Fueron dos meses de puro nacionalismo, soberbio y paranoico. Quienes no estábamos de acuerdo -mi recuerdo es que éramos pocos- nos sentimos solos en la multitud. Todos los días debíamos escuchar: "¿Cómo no vas a sumarte? ¿No sos argentino?
La frase es justa porque, además del arraigado nacionalismo malvinero, funcionó la imagen del pueblo argentino unido. Para sentirse bien había que juntarse, sumarse, integrarse, amucharse. Acallar -quien la tuviera- la voz de la razón crítica y dejar fluir la pasión. Para los menos, fueron dos meses de espanto, hasta que, con la rendición, surgió la realidad de lo sucedido. Quienes creíamos que el apoyo a la aventura militar era una locura supimos que no estábamos locos.
Desde octubre de 1983, en el nuevo contexto democrático republicano, la emotiva consigna de los Derechos Humanos impulsó las causas, más abstractas, de la Justicia y el Estado de Derecho. Se posibilitó así lo que sigue siendo el mayor logro de la democracia en este terreno: los Juicios a las Juntas de 1985. Después -es sabido- los caminos entre los derechos humanos y el Estado de derecho comenzaron a divergir, pero tardaron en separarse y enfrentarse, como acaba de ocurrir. Pese a la intolerancia y los escraches, mucha gente mantuvo un sentimiento común por ambas causas.
La reapertura de los juicios de lesa humanidad en 2004 podría haber vuelto a articular ambas causas. Pero en cambio, abrieron una brecha difícil de cerrar. Para la mayoría, los represores debían pagarla, de acuerdo con la idea que cada uno se hacía de la justicia, ignorante de leyes y códigos. Por eso, los juicios resultaron una suerte de prolongación de los escraches.
Hace algunas semanas, ese consenso volvió a manifestarse en contra del fallo de la Corte. Algo tiene que ver con una floración del setentismo. Pero se basó sobre todo en dos convicciones más generales, ajenas a la idea de gobierno de la ley. Por un lado, se cree que la ley tiene que ajustarse a lo que la mayoría entiende que es justo. Por otro, se está convencido de que quien tiene el poder dicta las condiciones.
Me atrevo a pensar que este es un rasgo cultural profundo del país, pues anteriormente también sustentó el razonamiento de los militares terroristas. Hasta es posible que unos cuantos que compartieron esta idea con los dictadores, o la aceptaron con naturalidad, hoy trasladen su lealtad al campo contrario, para lavar antiguas tibiezas o complacencias.
En 2015, con el cambio de gobierno, se esperaba que hubiera un avance firme en favor de la ley, la justicia y el estado de derecho. En ese contexto, la Corte Suprema consideró la situación de un condenado por delitos de lesa humanidad, particularmente despreciable como persona. La Corte, o su mayoría, dijo que solo cabía atenerse a la ley, y aplicar la norma más benigna para el reo. No se combate a la barbarie con otra barbarie, dijo.
La reacción contra el fallo fue tan masiva como la del 2 de abril de 1982: la ley debía ajustarse a lo que la mayoría creía que era justo.
Esta opinión se expandió vertiginosamente. El kirchnerismo usó el tema como un ariete en contra del gobierno, y la militancia de los derechos humanos enarboló la bandera de la retaliación eterna. La ola empujó a muchos, que cambiaron su idea inicial y se sumaron; otras voces responsables se olvidaron de la ley; legisladores y juristas se preocuparon por emparcharla y los funcionarios se lavaron las manos, mientras la multitud liberaba a Barrabás y crucificaba la ley. Aunque hubo voces autorizadas que disintieron, nadie logró convocar otra movilización, explicando clara y convincentemente que las razones de los tres jueces eran las del Estado de derecho.
Para entender lo sucedido hay que explorar los comportamientos de la multitud, que a fines del siglo XIX estudió Gustave Le Bon. Muchos sobreactuaron, temiendo que se dudara de sus convicciones. Entre ellos, quienes no las manifestaron en su momento y, como Néstor y Cristina Kirchner, simpatizaron con los dictadores militares. Pero sobre todo, nadie quiso quedarse solo, enfrentando lo que consideraban la infalible voz del pueblo. Todos trataron de sumarse, integrarse, darse un baño de corrección política. Los políticos emparcharon las cosas, atándolas con alambre y se sumaron a esta expresión de argentinidad. Todos contentos. La ley fue pisoteada otra vez, pero como dijo Carlos Nino, lo normal en nuestro país es vivir al margen de ella.
¿Cuántos somos los que nos sentimos decepcionados y extrañados ante este modo de ser de los argentinos? No creo que seamos los suficientes como para organizar una corriente con peso político. Quizá debamos conformarnos con armar un grupo de autoayuda: legalistas anónimos.
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