El espejismo de la sociedad confinada - Por Edgardo R. Moreno

El espejismo de la sociedad confinada - Por Edgardo R. Moreno
El espejismo de la sociedad confinada - Por Edgardo R. Moreno

Al inicio, una sociedad confinada se parece mucho al sueño de cualquier gobernante mediocre: los ciudadanos obedecen voluntariamente replegarse en el ámbito de su privacidad, las calles y los foros se vacían de conflictos y una cautela colaborativa acomoda a los disidentes. Es el orden que impone el temor compartido.

Como todo sentimiento intenso, el miedo a una peste también extenúa. La sociedad comienza a cansarse de la reclusión. La disciplina para mantener las reglas de la emergencia se relaja. Asoma alguna desobediencia irracional. También un reclamo que es legítimo: saber cuál es el rumbo hacia la salida. Si es que hay algún plan.

Alberto Fernández ya dejó atrás el momento cero de la cuarentena, el acierto temprano con el que enmendó los errores iniciales de la política sanitaria: la subestimación de la pandemia, la demora en la compra de reactivos, los aeropuertos en los que bastaba una declaración jurada de nulo parentesco con el virus.

En el tiempo plano y continuo de la sociedad enclaustrada parecen más lejanos todavía aquellos momentos de alta motivación social y maciza unidad política con el que comenzó el confinamiento.

Al igual que el miedo, el cansancio social también reconfigura la escena política. El Gobierno navega ahora en ese nuevo desafío. Que tiene dos características centrales: la confianza en la política sanitaria ya no depende de las medidas de entrada al aislamiento, sino de aquellas para la salida. Y por imperio de la realidad se torna inadmisible hablar sólo de la salud, ignorando la economía.

El propio Gobierno unificó -a su pesar- ese ilusorio divorcio cuando propuso renegociar la deuda externa desde el mismo plenario de gobernadores que la opinión pública venía observando como la mayor imagen de unidad operativa contra la peste.

La más reciente reunión con los jefes territoriales se desarrolló mirando de reojo un motín carcelario. Y a caballo de una reunión del Presidente con organizaciones sociales que le advirtieron: no sólo tras las rejas hay un polvorín de mecha corta.

No es un exageración dirigencial. El Banco Mundial recordó hace pocos días, en un informe lapidario, que la región viene de tres impactos sucesivos de consecuencias imprevisibles: la agitación social de 2019, el colapso de los precios del petróleo y sobre llovido, el virus que implosionó a la economía globalizada.

Casi toda América Latina venía en franco descenso tras la década en que dilapidó su extraordinaria oportunidad histórica: los años en que reemplazó el “Consenso de Washington” por el “Consenso de las commodities”. Pero aunque enfrentó con graves dificultades los shocks financieros y de demanda, ahora también debe soportar un shock de oferta. La recesión inducida de la economía.

El consejo habitual para esos impactos adversos siempre fue proteger a los trabajadores en su lugar de trabajo. La recomendación pierde relevancia -señala el Banco Mundial- cuando los vínculos entre empleados y empleadores, que llevaron años en ser construidos, corren riesgo de disolverse. Países como Argentina, que ya perdieron moneda y crédito, pueden perder también ese capital estratégico para su recuperación.

Las medidas que adoptan los oficialismos regionales en esta emergencia corren el riesgo de ser un breve chaparrón en el desierto. El espacio fiscal para proveer ayuda a los ciudadanos y empresas era muy restringido antes de la peste. Y los altos niveles de informalidad en la economía hacen que en muchos casos esa ayuda no llegue jamás al destino buscado.

La nueva normalidad exige que los gobiernos centralicen las pérdidas. Pero en volúmenes que demandan una enorme dosis de acuerdo político transparente.

El Presidente comenzó la cuarentena abriéndose paso en la polarización. En el centro de dos vocerías opuestas: Axel Kicillof y Horacio Rodríguez Larreta. A medio camino eligió replegarse sobre su estructura, el Frente de Todos.

Llegó a insinuarlo como una nueva matriz política de la unidad nacional. En la que sumó (mencionándolo de manera explícita por primera vez) al “albertismo”. Su parte del todo. Del todo conducido por él. Un espejismo de la sociedad confinada.

Cristina Fernández puso en pausa esas imaginerías. Con una maniobra infructuosa, le regaló un triunfo a los dos poderes que habían desertado de su propia trinchera en la gestión de la crisis.

Sin ninguna necesidad, fue a pedirle permiso a la Corte Suprema para que sesione el Senado. Podía hacerlo convocando al cuerpo para que delibere de manera presencial. O impulsando un cambio de reglamento para que se reúna de modo virtual.

La Corte Suprema le respondió con elegancia que no era necesario solicitar autorización. No sólo quedó en evidencia el paso en falso. También que el Senado no funciona porque la Vicepresidenta escondió la llave.

El Poder Judicial, uno de los más cuestionados por su actitud ante la crisis, le debe a Cristina un favor inesperado. Con una sentencia obvia apareció con músculo y activo.

El despiste de la expresidenta resonó también en Diputados. Sergio Massa tenía lista la convocatoria para una deliberación virtual. La oposición vió la fisura y redobló la apuesta. Que abra las puertas del Congreso, ya.

El camino del miedo suele ser el de la unanimidad fugaz. El del cansancio, la diversidad de siempre.

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