El encanto de correr por placer

Un periodista de Más Deportes desafió sus propios límites y se anotó, sin preparación previa, en la maratón de 12 kilómetros.

El encanto de correr por placer
El encanto de correr por placer

Participar de una Maratón de 12 km. sin preparación previa es, definitivamente, una locura. Para muchos puede parecer una distancia mínima, fácil de recorrer sin demasiados inconvenientes. Sin embargo, estimado lector, le garantizo que no lo es. Correr para superarse a uno mismo es una tentación difícil de evadir, pero llegar sin entrenamiento previo puede ser tremendo.

El sólo hecho de pensar en no poder llegar a la meta era poco menos que una tragedia griega. Había que llegar como fuera, no había otra opción. Pese a mi estado físico, el orgullo estaba por encima de todo. Aún cuando no dejaba de pensar en la clara posibilidad de hacer un papelón.

A mi alrededor, hombres y mujeres lucían concentrados, calentaban músculos y/o eslongaban. Nadie parecía darse cuenta de mis nervios. Pensar en recorrer 12 km. sin preparación alguna era el peor error de la semana. De pronto, como un río desbordado, la multitud comenzó a llevarme por calle Neuquén y ya no no pude abandonar.

Los más preparados, esos que iban por la gloria y el dinero, rápidamente desaparecieron de nuestro horizonte. En mi caso, los consejos recibidos en la previa se habían borrado de mi memoria y sólo quedaba confiar en mí mismo.

En dos kilómetros recorridos (anunciados por Daniel, mi ocasional compañero), comenzaba a recuperar la confianza y tenía tiempo de maravillarme con ese túnel de hojas verdes con que calle Isidoro Busquets, repleta de luminarias, recibía el paso de la maratón. Me envolvían los sonidos de la noche y la cabeza, lentamente, dejaba de pensar en fracasos.

El puesto de hidratación, apostado a mitad del recorrido, me dejaba en claro que se venía lo peor. Las piernas comenzaban a sentirse cansadas por el ritmo (lento pero constante). Mientras, iba superando a otros que ya sufrían el desgaste.

Se venía Avenida Mitre, la principal arteria de Ciudad de Junín, y ahí no podía darme el lujo de parar. Mi orgullo podía quedar en el piso si algún conocido veía ese momento. Había que apretar los dientes y continuar. La cabeza y la fibra íntima de cada uno comenzaban a jugar un papel determinante en el tramo final. El número 387, mi número, debía llegar a la meta y comenzaba a imponerse una idea, aún cuando el cuádriceps derecho dolía: “prohibido” caminar.

Las luces del Parque Recreativo Dueño del Sol eran cada vez más grandes. La garganta se hacía un nudo al saber que se podía. La remera no sólo secaba sudor, sino también lágrimas. Se oían palmas, gritos de júbilo. Y había ganas de seguir corriendo, de no parar, de volver a llorar. Correr los límites, empujarlos más allá. De eso se trata. Definitivamente, el  encanto de correr por placer.

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