Por Luis Alberto Romero - Historiador - Especial para Los Andes
Buscar en el pasado la guía y el estímulo para la acción presente no es un buen consejo para un historiador. Pero hacerlo ayuda bastante al ciudadano que todos llevamos dentro. Puesto en este papel, y en vísperas del bicentenario de 1816, los hombres de Tucumán, ritualmente recordados cada año, se me aparecen con una nueva dimensión y un brillo muy especial.
En 1816, un conjunto de letrados y clérigos, hombres tranquilos y moderados, tomaron una decisión audaz y arriesgada en lo político y en lo personal: lanzar a la vida independiente un Estado y una Nación. Audacia y riesgo porque en ese momento Europa no quería nuevas repúblicas sino la restauración de las antiguas monarquías.
El Río de la Plata era lo único en pie del conjunto de gobiernos hispanoamericanos florecidos en 1810, y los realistas estaban a las puertas, amenazando con fusilar a toda la dirigencia revolucionaria, como lo hacía en ese mismo momento el general Pablo Morillo, “el exterminador” de Caracas.
Estos hombres prudentes llegaron mucho más lejos que los exaltados revolucionarios y los ensoberbecidos militares de la Asamblea de 1813, embriagados aún por el impulso de la Revolución Francesa. Su proclama del 24 de marzo, titulada “Fin de la revolución. Principio del orden”, expresó la nueva actitud: después de seis años en que todo había sido puesto patas para arriba, había llegado el momento de estabilizar las cosas. Lo nuevo sería un país normal.
En Tucumán nació una de esas “repúblicas aéreas” de las que hablaba Bolívar en sus períodos de desazón. El Estado era apenas un proyecto, una convocatoria a lo que prudente e imprecisamente llamaron Provincias Unidas de América del Sud.
¿Qué pasaría con el Alto Perú, con Paraguay, con la Banda Oriental y las provincias litorales? La cuestión del régimen político -si república o monarquía- quedó sin decidir y el embrión de organización estatal, con base en Buenos Aires, fue arrasado por la guerra civil en 1820. En cuanto a la nación, todo era igualmente impreciso: quienes habitaban las Provincias Unidas eran patriotas, o americanos, y si se les pedía más precisión, eran cuyanos, arribeños o porteños.
Con el tiempo, y con sudor, lágrimas y mucha sangre, ese proyecto se convirtió en algo parecido a lo que hoy es la Argentina. Después de guerrear durante siete décadas, en 1880 las provincias terminaron de conformar el Estado federal que habían diseñado en 1853.
Por entonces ya se había puesto en marcha la construcción institucional, y estaba lanzada la gran transformación de la economía y la sociedad. Faltaban la nación y también los argentinos, pues además de argentinizar a catorce contingentes provincianos había que nacionalizar a la masa de inmigrantes que llegaba masivamente. Fue una tarea inmensa y uno de los logros más notables del Estado.
A fines del siglo XIX la Argentina ya era un país definido y con un lugar en el mundo. Puedo imaginar a los hombres de 1816 satisfechos con la tarea, como Dios lo estuvo con la suya el domingo.
Pero en la historia no hay finales felices, y ni siquiera finales. A doscientos años de aquel comienzo, hoy no podemos estar satisfechos. En algún momento se perdió el rumbo, el país salió de la línea esbozada en Tucumán y trazada en 1880, y comenzó a delirar. Es un problema muy amplio del que tomo dos grandes cuestiones: el Estado y la Nación.
La Argentina tuvo éxito en construir un Estado potente que fue capaz de emprender y sostener grandes políticas. La más notable fue la educativa, pero hubo otras, como la remodelación del Estado de los años treinta, las políticas sociales de Perón o las desarrollistas lanzadas por Frondizi. Más allá de su valoración, cabe reconocer en ellas una capacidad estatal para hacer y proyectar que hoy no existe.
Pero a la vez, ese Estado tuvo dificultades crecientes para manejar los intereses, que inicialmente demandaron su intervención reguladora pero luego reclamaron privilegios que a la larga resultaron ser prebendas. A la larga, afectaron las capacidades estatales, pues los distintos grupos fueron colonizando ministerios y agencias y convirtieron al Estado en el campo de batalla donde se dirimía el destino del maná estatal.
Quizá por eso, en los últimos cuarenta años los gobiernos, cada uno a su manera, se dedicaron a desarmar y destruir el Estado, no solo en sus partes viciosas, su grasa, sino en lo vital, el músculo: la capacidad de hacer y de controlar la institucionalidad y el estado de derecho.
También hubo un desvío con nuestra nacionalidad. Los hombres de 1853 pensaron en una nación liberal, basada en el contrato político y dispuesta a recibir a todos los hombres de buena voluntad, sin distinciones. Desde principios del siglo XX, y a tono con el modelo de Alemania, hubo un deslizamiento hacia una concepción integral y unánime de la nacionalidad.
Distintos sectores, cada uno por sus razones, confluyeron en este giro anti liberal: el Ejército, la Iglesia y los grandes movimientos políticos nacionales y populares. Todos hablaron de una nación y un pueblo, de su grandeza y de sus enemigos, conformando una mixtura arraigada en el sentido común. Sobre ella se conformó una vida política facciosa y un ideal de país cerrado.
Los efectos de estos dos desvíos están hoy a la vista. En 1816 no había Estado ni Nación. 200 años después, los desvíos condujeron a un Estado destrozado, cuyos despojos son exhibidos cotidianamente por la prensa, y a una Nación enferma de unanimidad facciosa. Hoy tenemos que reconstruir el Estado, superando conflictos dignos de los de la época de la organización. Debemos adecuar nuestra nacionalidad a un país muy diverso y basarla en una ética ciudadana hoy ausente.
No sé si los hombres de Tucumán eran tan conscientes como nosotros de la inmensidad de la tarea y de todos los conflictos que nos esperan. Podemos pensar que sí, estimularnos con su ejemplo y no vacilar en la tarea de transformar lo que hoy bien podría calificarse de “república aérea” en un país normal. Solo eso.