Prácticamente desde que la política se convirtió en objeto de reflexión de los filósofos, uno de los problemas principales fue reducir la importancia del elemento personal en el orden político: la condición moral del gobernante, sus características psicológicas, la componente pasional de sus decisiones.
Una excepción la constituye el fundador de la filosofía política: para Platón, el tema central del gobierno se encontraba precisamente en la educación del gobernante, en su preparación para la función política. Para Platón la ley era un obstáculo para el obrar prudente del gobernante, un resabio de la costumbre y del instinto que le ataba las manos para tomar las decisiones acertadas.
Aristóteles prefirió dar una orientación diferente a su investigación. Pensaba como su maestro Platón que si había un hombre que se destacara claramente de sus conciudadanos por su virtud, a él debía entregársele el gobierno. Pero juzgaba que encontrar hombres virtuosos es muy difícil. Primero, porque no abundan; segundo, porque no resulta fácil ponerse de acuerdo en torno a sus cualidades.
Agregaba que los hombres con responsabilidades políticas no son particularmente virtuosos y encima les gusta perpetuarse en el poder.
Por eso, a diferencia de Platón, juzgaba que la ley era un elemento fundamental en el orden político: era expresión de lo divino y lo inmutable, constituía una manifestación de la razón despojada de la pasión y, además, enseñaba a los hombres a gobernar.
En la célebre dicotomía entre imperio de los hombres e imperio de las leyes, Aristóteles se pronuncia decididamente por la segunda opción. El imperio de las leyes, en definitiva, fue la orientación que triunfaría en el pensamiento político contemporáneo, la que prevalece hoy y articula la tradición del pensamiento liberal-democrático.
No obstante, entre los pensadores antiguos y los modernos existía una diferencia esencial. Mientras que los antiguos entendían que la calidad y la estabilidad del orden político estaba intrínsecamente unida a la calidad moral de los ciudadanos, los modernos buscaron concebir un régimen político tan perfecto que pudiera prescindir de toda condición moral de las personas individuales. “El problema del establecimiento de un Estado -explica Kant- tiene siempre solución, por muy extraño que parezca, aun cuando se trate de un pueblo de demonios; basta con que estos posean entendimiento.”
Así pues, las concepciones políticas contemporáneas y los sistemas que ellas han inspirado llegan a la prescindencia total del factor humano: como si fuera una variable irrelevante, algo que no puede poner en riesgo ni mejorar la performance de las instituciones del Estado.
Pero ¿se trata de un programa realizado? De golpe, contra casi todos los pronósticos de analistas, académicos y estudiosos, irrumpe en la escena hiperinstitucionalizada de la política estadounidense un líder emergente que ocupa el centro del poder con un plan de gobierno que parece desafiar el criterio de los expertos de cada rama de las políticas de Estado.
Toda la estructura política y económica del país parece tambalearse. El mundo también. Los más confiados afirman que el mecanismo de frenos y contrapesos del sistema irá domesticando los ímpetus del presidente Trump. Fueron los mismos que creyeron que el buen criterio de los electores lo rechazaría. Nadie está en condiciones de sentirse muy seguro de nada.
En la década de 1960, en el marco de una discusión sobre la política-ficción, el novelista francés Henri Viard sostuvo:
"Contrariamente a lo que se pensaba en el siglo XIX, la política, en el XX, evolucionó en el sentido de la importancia creciente de los individuos situados en los centros de decisión, en las posiciones estratégicas. Ejemplo: la importancia capital de la personalidad del general De Gaulle. Sin él, la política francesa sería completamente distinta. Creo que era Engels el que decía que 'si no hubiera sido Napoleón, lo habría remplazado otro, que habría hecho exactamente lo mismo'. Bueno, estaba equivocado. El famoso 'sentido de la historia', cierto por otra parte, es una idea que no da demasiada confianza en el porvenir, y que no deja reflexionar lo bastante sobre el peligro que constituyen los grandes hombres, sujetos a errores, como cualquier otro. En realidad, originalmente, la democracia era una garantía que se buscaba tomar contra la posibilidad del error individual. Es una noción un poco olvidada".
Esa tendencia, observada en una época tan temprana (plena consolidación de los sistemas democrático-liberales en Europa Occidental) parece tomar fuerza en nuestros días. Aunque en muchos aspectos presenta tesis muy discutibles. “El fin del poder”, del venezolano Moisés Naím (2012), ha adquirido en estos últimos meses tonos oscuramente proféticos.
El autor analiza los cambios que se han operado entre los actores políticos. Mientras que los partidos tradicionales son cada vez menos capaces de realizar la tradicional intermediación entre el Estado y los ciudadanos, emergen nuevos protagonistas que operan de forma directa o indirecta sobre los poderes constituidos: partidos pequeños, ONGs, grupos de presión, iniciativas ciudadanas, blogueros, redes sociales, medios de comunicación, liderazgos alternativos que desafían a la clase política tradicional.
El fenómeno Trump puede ser muy bien explicado gracias a los procesos y tendencias que describe Naím. Pero el que más me interesa aquí es lo que el autor define como el incremento del poder para los individuos: que no es la consecución definitiva del ideal liberal del empoderamiento de todos los individuos sino la emergencia de individuos con poder que desafían el orden establecido. La crisis actual permite a individuos carismáticos y/o provistos de suficiente financiamiento, eludir el sistema de partidos y presentarse como alternativas reales de gobierno.
La presidencia de Trump no constituye un asalto del mundo de los negocios al mundo de la política sino la consecución de un proyecto personal de poder. Por esa razón constituye una amenaza para todo el entramado de los intereses corporativos.
Pero el estupor y el miedo no es exclusivo de las corporaciones. También lo es de la ciencia política que se encuentra ante fenómenos que le resultan difíciles de entender, de la hegemónica ideología democrático-liberal y del sentido común que estas creencias han generado entre la ciudadanía ilustrada.
Hay todo un mundo ignorado, deliberadamente o no, por los sectores vinculados a la inteligencia. Ese mundo, que siempre ha estado allí, emerge con mayor frecuencia de lo que indican las regularidades que supuestamente dominan las estructuras sociales y los procesos políticos. El factor humano es inseparable de los sistemas políticos: la peor manera de moderarlo o integrarlo en los sistemas normativos o las instituciones es creer que se trata de un elemento despreciable.