Por Paul Krugman - Servicio de noticias The New York Times - © 2015
Ya casi han pasado seis meses desde que Donald Trump superó a Jeb Bush en las encuestas de opinión del electorado republicano. En ese entonces, la mayoría de los especialistas descartaron el fenómeno Trump como una incidencia pasajera, y pronosticaban que los votantes pronto retornarían a candidatos más convencionales. En cambio, su liderato solo se ha seguido ampliando.
Aun más impactante, el triunvirato de los insultos sarcásticos -Trump, Ben Carson y Ted Cruz- ahora comanda el apoyo de aproximadamente 60% del electorado interno del Partido Republicano. Sin embargo, ¿cómo es posible que esté pasando esto? Después de todo, los candidatos antiélite que hoy dominan la cancha, aparte de ser profundamente ignorantes sobre política, tienen el hábito de decir falsedades y, después, negarse a reconocer el error. ¿Por qué parece que a los votantes republicanos no les importa?
Bueno, parte de la respuesta tiene que ser que el Partido les enseñó a que no les importe. Las fanfarronadas y la beligerancia como sustitutos del análisis; el desdén por cualquier tipo de respuesta medida; descartar los hechos inconvenientes que informan los “medios liberales”, no llegaron repentinamente a la escena republicana el verano pasado. Por el contrario, hace mucho que han sido elementos clave de la marca del partido.
Entonces, ¿cómo se supone que los votantes van a saber dónde trazar la raya?
Primero hablemos del legado de El Que No Debe Ser Nombrado.
No sé cuántos lectores recordarán las elecciones del 2000 pero, durante la campaña, los republicanos trataron -en gran medida sin ningún éxito- hacer que fueran sobre agradabilidad en lugar de política. Se suponía que George W. Bush conseguiría el voto porque era alguien con quien se disfruta tomar una cerveza, a diferencia de ese tipo rígido y aburrido de Al Gore, con todos sus hechos y sus cifras.
Y cuando Gore trató de hablar sobre las diferencias políticas, Bush respondió no sobre la sustancia sino burlándose de las “matemáticas confusas” de su oponente, una frase que recogieron alegremente sus partidarios. El cuerpo de la prensa cayó directo en el juego bajando el nivel en forma deliberada: se consideraba que Gore había perdido los debates no porque estuviera equivocado sino porque era, declararon los reporteros, altanero y superior, a diferencia del afablemente deshonesto W.
Luego, sucedió el 11 de setiembre y se reempacó al tipo afable como el líder guerrero. Sin embargo, el reempaque nunca se enmarcó en términos de argumentos sustanciales sobre la política exterior. Más bien, Bush y sus manejadores vendían fanfarronadas. Él era el hombre en el que se podía confiar para que nos mantuviera seguros porque hablaba duro y se vestía como un piloto de combate. Orgullosamente, declaraba que él era “quien decidía”, y que tomaba sus decisiones basado en “su instinto”.
El subtexto era que los verdaderos dirigentes no pierden el tiempo reflexionando, que escuchar a los expertos es un signo de debilidad, que todo lo que se necesita es la actitud. Y si bien al final las debacles de Bush en Irak y Nueva Orleáns terminaron con la fe de Estados Unidos en su instinto personal, el haber elevado la actitud por encima del análisis solo reforzó el control sobre su partido, una evolución que quedó resaltada cuando John McCain, quien alguna vez, hace mucho, tuvo la reputación de ser políticamente independiente, optó por la sumamente no apta Sarah Palin como su compañera de fórmula.
Así es que Donald Trump como fenómeno político está sumamente ubicado en una línea de sucesión que va desde W hasta Palin y, de muchas formas, es totalmente representativo de la corriente principal republicana. Por ejemplo: ¿se sorprendieron cuando Trump reveló su admiración por Vladimir Putin? Solo estaba expresando la opinión que ya estaba generalizada en su partido.
Entretanto, ¿qué tienen que ofrecer los precandidatos de la élite como alternativa? En cuanto a sustancia política, no mucho. Hay que recordar allá cuando era el presunto puntero, Jeb Bush reunió a un equipo de “expertos” en política exterior, gente que tenía credenciales académicas y formaba parte de centros de estudios que estaban dominados por neoconservadores de línea dura, personas comprometidas con la creencia de que el impacto y el temor reverencial resuelven todo, a pesar de los fracasos pasados.
En otras palabras, Bush no estaba expresando una política notablemente diferente a lo que ahora le estamos oyendo a Trump, et al; todo lo que él ofrecía era beligerancia con un delgado revestimiento de respetabilidad. Marco Rubio, que lo ha sucedido como el favorito de la élite, es muy parecido, con unas cuantas evasivas más. ¿Por qué habría de sorprenderle a alguien ver que la beligerancia sin remordimientos que ofrecen los precandidatos que no son de la élite supere a esta toma de posición?
En caso de que se estén preguntando, nada parecido a este proceso ha sucedido del lado demócrata. Cuando, Hillary Clinton y Bernie Sanders debaten, por decir, la regulación financiera, es una verdadera discusión en la que es evidente que ambos precandidatos están bien informados sobre los temas. No se ha bajado el nivel del discurso político estadounidense en su conjunto, solo en su ala conservadora.
De vuelta a los republicanos, ¿significa esto que Trump será, de hecho, el candidato republicano? No tengo idea. Sin embargo, es importante darse cuenta de que no es alguien que se inmiscuyó de repente en la política republicana, procedente de un universo alterno. El está, o alguien como él, ubicado donde el partido se ha dirigido desde hace mucho tiempo.